miércoles, 24 de abril de 2013

Un libro sobre ajedrez no sólo es un libro sobre ajedrez

Prólogo de Héctor Alvarez Castillo para la obra: "Aventuras de Herman Pilnik", del GM (Teleajedrez) Juan Sebastián Morgado.  




Un libro sobre ajedrez
no sólo es un libro sobre ajedrez


  «Contra un Gran Maestro me siento a mis anchas. Yo no soy un ajedrecista de profundos conocimientos ni tampoco de depurado estilo estratégico. Mi fuerza radica en la visión mental de las jugadas. Veo (es como si las tuviera delante de mis ojos) una inmensa cantidad de combinaciones posibles a cada jugada; pero en los grandes planes, en lo que se llama concepto de la posición, en la técnica, soy sin duda inferior a los maestros internacionales. Alternando con ellos, me entusiasma ir comprendiendo, a cada uno de los movimientos de sus piezas, su sentido lógico y científico del ajedrez, y al beber con ansias sus lecciones en plena lucha, ese estado de evaluación intelectual redobla mi eficacia.»

Herman Pilnik, sobre sí mismo.


Es inevitable que aquellos que tenemos un fuerte vínculo con el ajedrez, mantengamos con ella una relación particular. Si debiéramos responder cómo es esa relación, no tendríamos más certidumbre que la que tenía Agustín si le preguntaban qué es el tiempo. Qué nos ha llevado a que ese vínculo sea fuerte y constante, es una cuestión que no hace a estas páginas, pero de alguna manera podemos convocarla para que el diálogo transite no sólo un camino conciente, sino que también logre que las aguas de nuestros ríos interiores se convulsionen, al punto de que se animen y se asomen a la superficie. Y que de una vez se humedezca esa superficie, que debido a la rutina –¡en tantos ámbitos, por cierto!– se manifiesta reseca y estéril.

                No puedo plantear esta cuestión sin dar pistas propias, sin mencionar que el ajedrez se mostró para mí, junto al gusto por la competencia, como un sucedáneo de la literatura y de la filosofía. En su historia se narraban sucesos que atraían mi atención, como si mis ojos y mi espíritu transitaran por un universo de gestas y héroes pertenecientes a tiempos legendarios. La historia del ajedrez –desde los primeros campeones, los maestros, desde los aspirantes al título, los grandes torneos y matches, desde ese pandemónium de hechos y partidas, de dislates y excentricidades–, se desenvolvía ante mí como una épica sagrada.
                Las tardes y extendidas veladas en los círculos de San Martín y de Villa Ballester alimentaban esa tendencia. Con la que también conspiraban las lecturas de «Los maestros del tablero», de Ricardo Reti, la figura de «Bobby» Fischer, el ángel de Tal, la sapiencia de Smyslov y la niñez de Capablanca. Se alentaba en lo profundo una vivencia magnífica de todo lo que hace a las sesenta y cuatro casillas. Y, a lo que a mi experiencia corresponde, se sumó el contacto con ese raro libro que es «La edad de oro del ajedrez», de Juan Fernández Rúa, editado en España por Ricardo Aguilera, allá en 1975. En largas y ricas introducciones se nos preparaba para disfrutar de uno de los períodos más bellos de nuestro juego. Esto que relato era el clima natural que se vivía por esas décadas en los círculos ajedrecísticos a lo largo y ancho del país, centros de reunión e intercambio no sólo deportivo, sino también cultural.

                Este trabajo sobre Pilnik rescata de alguna manera ese ambiente no exento de una bohemia propia de los cafés y de la noche, de caminatas hasta bien entrada la madrugada, de diálogos que derivaban en temas tanto o más inusuales que las combinaciones de Misha, y que siempre han sido un ingrediente esencial para los amantes de Caissa. En estos días, debido a diversos cambios de hábitos –que hacen a la sociedad en su conjunto–, y que responden a más de una causa, no sólo a la informática y a Internet, como solemos afirmar, estos ámbitos propicios para la vida social, se han ido «vaciando», han perdido parte de su ruido y alboroto, y con ello el calor humano que les era propio.
                La cuestión no es pensar en el retorno a una edad de oro. Toda época alterna en sí misma con oro y plata, piedra, hierro, madera y bronce. Sólo debemos elevar cada tanto la vista y contemplar hasta lo más distante que alcancen nuestros ojos la tierra que divisamos, con la seguridad de que con los días esa distancia será mayor y veremos con otra precisión lo que ayer era un objeto lejano.

                ¿Qué es necesario para que ahora los ajedrecistas, los amantes del ajedrez, se distraigan de la competencia, de sus bases de datos y de sus programas de entrenamiento, y fijen su atención en un libro que no sólo contiene partidas comentadas, sino que también habla de historia y de anécdotas, que atraviesan décadas de la trayectoria vital de uno de los esenciales maestros que integraron esa etapa de esplendor del ajedrez nacional? Sin dudas que hay que alentar una inquietud mayor que la que solicitan las bondades de tal apertura o cual defensa, de la destreza en tal o cual posición. Un amor y disfrute profundos son los acicates que nos incitan hacia una cultura de matices abarcadores y fecundos, en oposición a otras perspectivas excluyentes y mezquinas. Por eso es que debemos estar sumamente alertas ante las tendencias que hacen de la técnica y la especialización la meta, el éxito, la salida, porque en su limitación esa misma técnica y especialización resultan no sólo asfixiantes, sino que también son, en consecuencia, ellas mismas asfixiadas. Resulta risueño imaginar un futuro en que en una conversación de ajedrecistas a la Ruy López se la mencione como C 60 ó a la Siciliana como B 20.

                Eliot, uno de los poetas esenciales que dio el siglo XX, reflejó en su obra gran parte de la crisis de nuestra civilización y del hombre contemporáneo. Y en los coros para «The Rock», de 1934, realiza un hábil contrapunto entre el exterior y lo interior –movimiento/quietud, palabra/silencio.– Allí nos expresa:

«Todo nuestro conocimiento nos acerca a la muerte,
Pero la cercanía a la muerte no nos acerca a Dios.» 1

  Y luego de estas afirmaciones continúa con lo que ahora venimos rozando:

«¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir?
¿Dónde está la sabiduría que perdimos con el conocimiento?
¿Dónde está el conocimiento que perdimos con la información?»2

                Hacer de la partida una pieza de arte a la que volvemos una y otra vez, como se retorna a la música que nos conmovió o al poema aquél, donde percibimos que el poeta dejó en palabras lo que latía no sólo en nuestro corazón, sino en nuestro intelecto, es de alguna manera una intención que puede exceder la ambición del joven maestro o la del aficionado que se sienta a disputar una ronda, en un torneo al que nadie dará trascendencia. Pero considero que no es una posibilidad errada, un camino cerrado. Con seguridad que no perjudicará nuestra disposición al juego y que hará de esta actividad algo más atractivo.

                La seguidilla actual de torneos, la crisis que existió a nivel internacional tras el cisma que produjo Garry Kasparov, y el posterior menoscabo en la consideración al título de Campeón Mundial, sumado esto a la profusión de información –que obnubila incluso más al aficionado de club que al maestro, como si aquél no estuviera en condiciones de superar la visión limitada del perito–, hacen que en ocasiones se extravíe el Norte. La maestría que otorga el ajedrez solicita el tránsito por su rica historia a la par del conocimiento teórico y de las horas dedicadas a la práctica, para que el disfrute y la profundidad de su comprensión sean íntegros.


                Pilnik ya es un nombre que está en ese tiempo de leyenda de nuestro ajedrez. Su nombre evoca un período de gloria, en el que nuestros mejores maestros participaban en los torneos más importantes del calendario internacional, y eran capaces de alcanzar dignas colocaciones y buenos resultados ante los mejores jugadores del mundo. Algunos de ellos, justamente, eran argentinos. En la selección de partidas que aquí se presenta desfilan como rivales futuros campeones mundiales, aspirantes, campeones argentinos y sudamericanos. Pilnik se lleva el punto ante rivales de fuste. La lista de jugadores vencidos por el maestro, en su dilatada carrera, es larga; aparecen nombres que invitan a una sana envidia: Euwe, Stahlberg, Najdorf, Matanovic, Milic, Bogoljubow, O’Kelly, Unzicker, Julio y Jacobo Bolbochán, Filip, Panno, Rossetto, Trifunovic, Guimard, Sanguinetti, Soltis, Eliskases, Pachman, Ivkov, Czerniak, Szabo, Portisch, Stein, David Bronstein, Smyslov y Petrosian, entre otros. Y recordemos que con este último perdió ajustadamente un match a cuatro partidas, con motivo del enfrentamiento Argentina vs. URSS de 1954 (=3, -1). 

                Lo que se exhibe, gracias al cotejo que de la documentación histórica realizó Juan Sebastián Morgado, es la poderosa vitalidad y orgullo de Pilnik, conjunción que a mi juicio fue el motor que llevó su talento hasta la maestría. Esa energía fue lo que movilizó al muchachito que llegó en la adolescencia a Buenos Aires y que se fue abriendo camino en los certámenes de clubes, inicialmente, para luego ser un jugador destacado entre los que eran parte del Torneo Selección y del Mayor, nuestro campeonato argentino de ese entonces.

                Existe un hecho histórico –quizá hijo dilecto del Torneo de las Naciones de 1939–, que es la instalación en la década del cuarenta del Torneo internacional de Mar del Plata, como cita de lo mejor del ajedrez nacional y de los maestros extranjeros, que permanecían en nuestro país. Es allí donde Pilnik dará en 1942 un salto realmente consagratorio, haciéndose con el primer puesto en la edición de 1944, ex aecquo con Miguel Najdorf. A los campeonatos argentinos de 1942, 1945 y 1958, se deben agregar, como momentos cumbres de su carrera, la participación en el Interzonal de Gotemburgo, Suecia, de 1955 –justa en la queda séptimo/noveno entre lo mejor del ajedrez mundial, compartiendo posición con Boris Spassky y Miroslav Filip–, y la correspondiente clasificación al torneo más alto, al Candidatura que se realizó en Amsterdam, Holanda, en 1956. De esa lid saldría retador al título mundial Vasili Smyslov. Por segunda vez se batiría, y esta vez con éxito, ante el campeón: Mihail Botvinnik.
                La historia dice que al turno final del Candidatura de 1956 calificó otro argentino: Oscar Panno. Quien quedó sorpresivamente afuera fue Miguel Najdorf, ya que ocupó el duodécimo puesto en Gotemburgo.

                Tiempos antiguos en los que nuestro ajedrez integraba la elite mundial. Si nos deslizamos algo del hilo principal, no está de más recordar los subcampeonatos olímpicos de Dubrovnik, Yugoslavia, en 1952, de Helsinki, Finlandia, en 1952 y de Amsterdam, Holanda, en 1954; seguidos por el cuarto puesto de Moscú, URSS, en 1956, y los terceros puestos de Munich, Alemania Federal, en 1958 y de Varna, Bulgaria, en 1962. A excepción de este último equipo –que no integró Herman Pilnik–, en los otros tuvo destacada labor, siendo incluso el capitán y primer tablero, delante de Oscar Panno, en la edición de 1958.
                Si bien esta época tampoco fue ajena a las rencillas y conflictos a nivel federativo –que ya son un mal endémico para nuestro ajedrez– entonces existía una pujanza y bonhomía generales que apuntalaban proyectos más ambiciosos que los que en el siglo XXI nos animamos a pergeñar.

                En consonancia con lo dicho arriba, me atrevo a sugerir que hasta las décadas del sesenta y del setenta, el talento natural y un medio propicio, podían suplir deficiencias en la preparación general. Actualmente, otros elementos influyen fuertemente en la formación y rendimiento de las jóvenes promesas, y marcan a fuego e hierro sus carreras deportivas. A esto se añade la decadencia pronunciada de nuestra sociedad en el plano internacional, en comparación a lo que supo ser Argentina hasta mediados del siglo pasado. Es paradójico que en la era de los mayores avances en comunicación y en transporte, nuestro país parezca haber quedado a una distancia mayor de los lugares donde pasan las cosas. Y esa distancia también se refleja en el ranking individual de nuestros maestros con respecto a los mejores, y de nuestro combinado nacional en los Juegos Olímpicos, donde le cuesta mantener un sitial de limitado liderazgo, incluso, entre el resto de los países latinoamericanos.
                Sobre esta cuestión son interesantes las siguientes palabras de Pilnik, vigentes más allá del momento en que fueron pronunciadas, que no hacen sino refrendar lo que estamos expresando: «El ajedrez ha llegado a un grado tal de adelanto, que hoy, para triunfar hace falta conocimiento de la teoría, técnica, preparación física, moral y nervios. Con el talento no es suficiente.»



                 Si leemos a Eliot, a Ezra Pound, a Borges o Cortázar, si leemos a Shakespeare, a Dante Alighieri, con seguridad que nuestro ajedrez no mejorará directamente. El dominio, la maestría que tengamos sobre nuestro arte, no variarán por esas contribuciones. Pero sospecho que en algo esas lecturas nos harán más sabios y más sensibles, y que si nos enriquecemos como seres humanos, nuestra comprensión del ajedrez también será beneficiada, y con ello nuestra práctica y nuestra relación con todo lo que el ajedrez significa. Haberse enterado de cómo fueron los inicios de Raúl Capablanca, las idas y vueltas de Robert Fischer en el Torneo Candidatura, qué fue de Morphy luego de su viaje triunfal a Europa, del amor de François-André Danican Philidor por la ópera, de sus estadías en el Café de la Régence en compañía de Jean-Jacques Rousseau, tener noticias de cómo fueron los últimos días de jugadores enormes de la talla de Pillsbury, Rubinstein, Steinitz o del mismo Lasker –que tanto bregó en su vida para no pasar por una vejez en penurias, sin atisbar el monstruo del nazismo–, o de las manías de Nimzowich con la gimnasia y otras cuestiones, nos enriquecerá por encima de lo que sospechamos. Éstas y otras tantas historias y anécdotas son la sal del ajedrez, y con certeza que con ese condimento lo que hagamos, no sólo en el tablero, tendrá otro sabor. 


                Este libro de historia y comprensión ajedrecística, que gira alrededor de la trayectoria temprana del maestro Herman Pilnik, me atrevo a declarar que, tanto desde su aspiración a su concreción, participa del espíritu y de la mirada abarcadora que sugerimos en estas páginas. Existe la necesidad de la aparición y lectura de libros de investigación histórica, que estén regados de ejemplos, relatos y análisis técnicos de arte ajedrecístico imperecedero. «Las aventuras de Herman Pilnik» es un objeto preciado y ojalá que dispare en nuestra literatura la aparición de obras semejantes. Hay en nuestro ajedrez mucho material para la investigación que hace décadas pide la atención de las nuevas generaciones. 


                En alguna enciclopedia se podrá hallar una breve colección de datos biográficos donde conste que Pilnik fue un destacado maestro en nuestro arte, nacido en la ciudad de Stuttgart, Alemania, en el año 1914, formado ajedrecísticamente en la Argentina y fallecido en la República de Venezuela, allá en 1981. Y en las bases de partidas encontraremos cientos de las disputadas por él. Pero es en el tipo de obra que ahora tenemos entre las manos donde se halla lo otro, lo que corona el sentido de nuestra dedicación al ajedrez.



Sáenz Peña, marzo de 2011


1 «All our ignorance brings us nearer to death,/ But nearness to death no nearer to GOD.»
2 «Where is the Life we have lost in living?/ Where is the Life we have lost in living?/ Where is the wisdom we have lost in knowledge?/ Where is the knowledge we have lost in information?»