Tomado de
loa revista digital Ápices, número 10, editor responsable: Raúl Lavalle.
Por: RADULFUS
El nombre
Bernardino Rivadavia nos remite inmediatamente al prócer
argentino. Pero aquí nos referimos a su chozno y homónimo, que fue escritor e
integró más de veinte años la Secretaría de Redacción de la revista Proa en
las Letras y en las Artes, dirigida por Roberto Alifano.
No soy la
persona más indicada para esta evocación de quien murió en la segunda mitad de este 2011.
No obstante, el afecto que le tenía me pone en una cierta obligación. Sin duda
otros mejorarán mi tenue intento.
Lo conocí
casualmente, sobre fines de los años ’70. No está del todo bien ese “casualmente”, porque fue en lo de
un bouquiniste. Me refiero a la Antigua Librería del Valle, en
Callao a pasitos de Corrientes. Cada uno
separadamente había ido allí a curiosear y comprar algún tesoro libresco. Y justamente con el señor del
Valle comenzamos una larga conversación, que terminó después en el bar
La Ópera.
Muchísimas
veces, a partir de entonces, nos vimos. Era para mí una como obligación intelectual visitarlo en su casa
de la calle Fraternidad, en ese barrio tan bello de casas tan bellas. En
Buenos Aires todos sabemos que decimos ‘lindo’, pero a propósito empleo el
derivado del latín bellus, (1) porque, cuando algo
le gustaba, él solía decir que era “bellísimo.” También nos veíamos en diversos actos
culturales. Con mayor razón aún,
después de su vinculación con Proa, para todos nosotros
una verdadera academia literaria.
Era Dino
un amigo sincero y afectuoso, interesado siempre en saber cómo andaban mis cosas. Sé que también era así con los demás. Parece esto muy poco, dicho así, pero todos
sabemos cuánto vale la amistad de
ley. Tenía –justo es quizá decirlo– el defecto de escribir poco. Hay algún libro de cuentos, algunos poemas, ciertos ensayos, notas. En fin, muy por debajo de todo lo que sabía y de su gran
sensibilidad. Fríamente hasta me animaría a decir que su genio
necesitó una mayor dosis
de labor, de esfuerzo. Pero esa era su forma de
ser y de sentir la vida. Priorizaba el goce estético y vital.
Pero en realidad es muy posible que el equivocado
sea yo, al intentar transferir mis
propios criterios de vida a su plácida existencia. Por eso, querido amigo, (2) te pido perdón por
estas torpes reflexiones en voz alta y te ruego que aceptes mi testimonio de
admiración por tu extraordinario
saber, por tu sensibilidad y por tu bonhomía. Y también por tu pluma, porque lo bueno no es bueno por lo
mucho.
Sí era
ingente y profusa tu biblioteca, con volúmenes rarísimos y con unos estantes que llegaban hasta los altos
techos. Era muy común que interrumpieras la conversación y sacaras de
esos atestados anaqueles una obra ad hoc. Lo normal no era terminar un tema,
sino todo lo contrario: nuestros excursus trataban sobre todas las cosas y otras muchas más.
Y bien,
carísimo Dino, te pido que nos transmitas desde tu casa celeste algo de la
belleza sublime que contemplas. De a poco iré como rumiando lo que valió para
mí tu amistad y la pérdida que significa tu ausencia. Con afecto te saludo con un escuálido
intento de epitafio:
Care amice, sit tibi terra
levis. Sic prisci Romani
bonam requiem
optabant.
Iter bonum
egisti: lectio,
5oltand,
diatriba doctis
cum
scriptoribus (vivis
et defunctis)
voluptatem
quam maximam
attulit
tibi in
aeternum. (3)
1 - Perdone el lector el desvío etimológico, pero
Dino era amante apasionado del origen de las palabras.
2 - Sepa disculpar el lector este cambio de persona
en mi humilde escrito.
3 – “Querido amigo, que la tierra te sea leve. Así
deseaban buen descanso los antiguos romanos. Recorriste un buen camino:
la lectura, la pluma, la conversación con doctos escritores (vivos y difuntos)
te dieron el mayor placer, para siempre.”