“No las necesito
—dije yo—, el viaje es tan largo que moriré de hambre si no
consigo algo en el camino. No hay provisiones que puedan salvarme. Porque se
trata, afortunadamente, de un viaje en verdad inmenso.”
Mi destino,
Franz Kafka
Estamos perdidos. Fue un largo
día de lluvia lo que nos hizo difícil andar por las calles. Sólo llevábamos con
nosotros algo de equipaje, rescatado de las madrigueras. Éramos muchos, pero la
historia siempre era la misma: podíamos empezar por cualquier sitio, que la
narración se iba semejando palabra tras palabra, línea tras línea.
Dormito a ratos y, cuando
despierto, deseo hablar y no sé con quién hacerlo. Tengo cosas que confesar y
el estado en el cual vivo no me permite intentar más que algunas sílabas; me
siento impedido para tener otros pensamientos. Ellos deben ser presas de
reservas similares, padecemos esto como si la condición no nos incumbiera, todo
lo que acaece parece suceder fuera de nosotros, ajeno a nuestro dominio.
Podremos esmerarnos en hallar
una explicación superior a la que tenemos, pero eso es otro asunto, nada de lo
que intentemos cambiará la verdad, y en nuestro interior sabemos que esta
justificación, si no estaba en los libros, al menos la hemos oído en una
función de teatro, visto en alguna película, leído en un boletín. Aún no
tuvimos ocasión de discutir cómo se gestó, qué generó este escenario, pero
intuimos que sobrarán las horas para deliberar acerca de estas cuestiones. Éste
no es el momento; el día llegará y seremos menos. Los meses de frío, con el
viento que nos congela las narices y esta comida que nos da hipo, harán el
resto, sin que nuestra voluntad tuerza la fatalidad sobre la cual hoy se
desliza nuestra existencia.
Estornudé toda la tarde, otros a mi alrededor
hicieron lo mismo. Lo extraño fue que, sin conocernos, nos saludábamos con
afecto; perros que en un baldío mueven la cola, que ahuyentan el peligro y se
echan, uno a la par del otro, para conservar el calor. ¿Será esta aflicción
inmensa lo que nos persuade a intimar entre desconocidos?
En el futuro si levantamos la frente ya no
será en señal de orgullo, ni por antiguas costumbres. Quizá, a partir de mañana,
iremos transformando ese pasado, sus símbolos y sus gestos, y el recuerdo de
hoy será un recuerdo más. Debimos estar preparados para esto. Lo que sucedió es
lo que presentíamos hace años; las revistas y periódicos venían anunciando los
cambios, los oíamos, podíamos hacernos una idea, pero confiábamos en que ese
destino aciago se diluiría como un licor en la sangre.
Ahora es tarde, en realidad fue tarde desde
que apareció la televisión. Con ella se apuraron los tiempos, el camino se
dirigió hacia un vasto precipicio. Yo lo dije en una reunión de amigos. Ellas
no estaban, se habían quedado en casa, junto al fuego; tenían libros, libros
propios, cuadernos de notas, apuntes. Tiempo atrás habían comenzado a leer. Es
cierto que, después de las jornadas, se acostaban a nuestro lado para
descansar, pero ya no se abrazaban a nuestros cuerpos como antaño.
Poco significativo es este relato, es hablar
del ayer, de una sucesión de hechos que se ha desencadenado y de los que es imposible
el retorno a un punto donde ni siquiera era imaginable tal situación. Nos han
echado, una tras otra nos ha echado de sus hogares No soportaban más nuestras
palabras, nuestros gritos, nuestro malhumor; no soportaban más aquellos hábitos
que un día nos erigieron majestad. Se han quedado con lo que era de ambos.
Ahora buscamos asilo. Los hijos varones marchan a nuestro lado. Temen que
cuando crezcan sean como nosotros y, en prevención, los han mandado tras de sus
padres, de sus hermanos mayores, de los abuelos que se quedaron, de aquellos
que permanecen ocultos en una ajustada habitación. Los han corrido de su lado. No
consideramos que esto sea lo correcto, pero debemos acatarlo; ellas tienen el
poder y no titubean, no han titubeado antes.
Héctor Alvarez Castillo
Palermo, enero de 1994
Palermo, enero de 1994
Del libro: Metamorfosis