Juan José Delaney
Aunque en realidad no tenía previsto destinar la
tarde a la lectura, fue porque el libro lo tenía ansioso y perturbado que optó
por sentarse indolentemente bajo un árbol. Así, unos pocos minutos fueron
suficientes para que el mundo todo se abstrajera de quien consumía las páginas
con seriedad litúrgica.
En algún momento levantó los ojos y al rever aquella
pictórica naturaleza –los arbustos y rocas que lo rodeaban– dio con una
abertura casi disimulada en las profanas piedras, la que ofrecía la entrada a
un túnel o a un escondite. No lo pensó dos veces: cerró el volumen y herido por
la curiosidad se dispuso a averiguar. Debido a la estrechez de la grieta le
resultó difícil introducirse pero una vez que lo hubo hecho logró ponerse de
pie. Pronto empezó a caminar dando vueltas en medio de la oscuridad que se
hacía insoportable pese a lo cual él persistió. No obstante, vio pronto que la
exploración carecía de sentido y que hasta podía ser peligrosa, por lo que
eligió volverse. Trató de rehacer la senda que lo había conducido hasta ese
lugar tal vez por pura casualidad pero sólo chocó contra impasibles piedras sin
dar con salida alguna. Dejó caer los brazos y se detuvo como para razonar y
aplacar el ya evidente nerviosismo. No pudo. Tiró el texto que aún tenía entre
manos y casi simultáneamente la claustrofóbica garganta desesperó, mientras
golpeaba las imperfectas paredes. La crisis se agravó con recuerdos que
acudieron a él forjando lo peor: la admisión de que, como tantas víctimas de la
palabra, también él se había extraviado quizás para siempre.