sábado, 30 de julio de 2011

Un Mundo tan frágil y defectuoso - Pablo Martínez Burkett




Un Mundo tan frágil y defectuoso

–¡Qué tontería! –exclamó Lady Windermere–.
¡En mi vida he oído un disparate semejante!
OSCAR WILDE, El crimen de Lord Arthur Saville



SI ALGUIEN SE regía con minucioso desvelo por las buenas man¬eras victorianas, ésa era la señorita Iphigenia Smith-Burnett. De modos reposados, ejercía la gentileza con elaborado refinamiento, desplegando un repertorio de palabras amables y cuidadas. No recuerdo haberla oído levantar la voz ni siquiera para llamar a un taxi. Con devoción malsana, agotaba una y otra vez las páginas de A Guide to the Manners, Etiquette and Deportment of the Most Refined Society, para luego escrutar el universo y sonreír satisfecha al caballero que agradecía copiosamente a quien le franqueaba el paso o ignorar espantada a aquel que tuviera el mal gusto de introducir comentarios sobre política, religión u otra cuestión igualmente penosa. Toda conducta que constituyera un grave apartamiento de las reglas, le hacía fruncir el entrecejo. Abominaba de cualquier manifestación de afecto en público. Imagino que tampoco las toleraba en privado. Nunca sabremos qué era preferible, si la corrosiva acritud de sus comentarios o sus largos silencios reprobatorios. Sin embargo, siempre dispuesta, acudía inconsulta en auxilio del desamparado. Tanta bondad hacía más tolerable cierto gusto por los chismes y habladurías y un innegable desdén por todos los que no fuéramos súbditos de Su Serena Majestad.
De una singular altura y cuello finísimo, poseía una piel inmaculadamente blanca. No era bonita, pero en un rostro enmarcado por el preceptivo rodete se destacaba la profundidad de sus ojos grises. Aunque declaraba haber recibido numerosas ofertas matrimoniales, la sucesión de negativas a la espera del candi¬dato apropiado la encontró un día acostumbrándose al baldón de “señorita soltera”. Nacer en algún lugar de las Islas Británicas, o aun, en cualquiera de las posesiones ultramarinas del Imperio, hubiera sido su natural destino, pero vio la luz en la República Argentina a poco de instalarse la joven pareja Smith-Burnett en el chalet que correspondía al ingeniero mayor del Ferrocarril del Sud. Su madre, Margaret Hart, originaria de Hampshire, falleció a poco de nacer su primogénita. Su padre, Paul D. Smith-Burnett, natural de Staffordshire, resolvió la orfandad de su pequeña hija internándola pupila con las monjas irlandesas. La muerte del autor de sus días la obligó a aceptar un puesto de maestra en el Holy Trinity Church College, donde recobró la fe anglicana. Un poco por tradición y otro poco por inercia, mantuvo el luto más allá del tiempo que un prudente respeto por la memoria de los faithful departed aconsejaba. Cuando la conocí, vivía en el mismo solar que heredara de sus mayores, en el Barrio Inglés de Temperley, localidad que por entonces integraba el llamado “segundo cinturón urbano” al sur de Buenos Aires. Con orgulloso esmero, había logrado que una hiedra prácticamente cubriera todo el frente de la casita, a la que se accedía por un jardín de tapias bajas. De acuerdo con los numerosos catálogos que consul¬taba, el interior era un muestrario de pesados cortinados, adornos acumulados hasta la depravación y paredes empapeladas con exasperantes motivos florales, cuyo exceso no era suficiente para evitar que las tapizara con platos decorativos. Una tía le dejó, por toda herencia, un par de dioramas originales de Mr. Potter, que exhibía con fingida afectación. El censo poblacional de la casa se agotaba en un gato siamés, llamado Cheshire, y la empleada doméstica, una criolla de nombre Juanita (los primeros días en servicio, a la desdichada mujer le costó entender que los aireados “¡Jane! ¡Jane!” de “Lady” Iphigenia eran para ella. El retintín de la campanilla la persuadió de su error).
Sus jornadas se sucedían idénticas y la más mínima alteración de la rutina le provocaba un severo desarreglo nervioso. A las 8 en punto, Jane le traía un desayuno ligero. A las 8:20 la ayudaba a vestirse. Por nada del mundo era capaz de emerger de su cuarto sin encontrarse vestida apropiadamente. Entonces desayunaba de forma completa, mientras leía el Buenos Aires Herald. Después se discutían las cuestiones domésticas y, si no tenía que salir, se dedicaba con empeño a sus gardenias, narcisos y jacintos, flores que le habían valido algunos premios. Si el día no acompañaba, se quedaba hasta la hora del almuerzo observando su álbum de estampillas o su colección de mariposas disecadas. Además, llevaba un diario íntimo a cuya compulsa debemos la historia que compendiamos. Dormía una mínima siesta y después se entregaba a la lectura, sus labores, jugar al bridge o tomar el té con sus amigas, mayormente hijas o esposas de funcionarios del ferrocarril, contadores del frigorífico, agentes de la compañía de aguas corrientes o médicos del Hospital Británico.
Con cierta regularidad, se costeaba hasta el centro junto con su inseparable compañera Allison Lambkert, para dedicarle el día entero a hacer compras en Gath & Chaves o en Harrods’s, que era donde se proveía de forma excluyente, salvo la música, que la adquiría invariablemente en Casa Piscitelli. A menudo se la podía ver merodeando por allí a la caza de otra versión del Konzert in A– Dur KV 622 für Klarinette und Orchester de Wolfang Amadeus Mozart, pues aunque tenía unas 35 interpretaciones, disfrutaba grandemente de pasar en el combinado el adagio a repetición. Cultivaba la curiosa teoría de que, cada vez que esa composición sonaba, el querido Dios se apartaba por un instante de la Creación y, sentado sobre una nube, dirigía la orquesta y se felicitaba por el Hombre.
Pocas cosas le agradaban más que convidar a sus amistades y relaciones a un té y pocas cosas le causaban mayor grado de excitación. Por supuesto, una excitación muy a la inglesa. Ya el sólo hecho de escribir las invitaciones le provocaba un regocijo infantil. Planear el menú y seleccionar los manteles de fino encaje para lavarlos y almidonarlos le amplificaba el frenesí. Unos días antes, caía en trance y, mientras ayudaba a Jane a pulir la platería, se debatía entre exhumar el juego de porcelana Wedgewood o el Royal Worcester. Carcomida por la duda, se iba a la feria a comprar lo necesario. Llegada la fecha, directamente la asaltaba un estado rayano con el paroxismo. Una y otra vez, revisaba el correcto aliño de tazas y platos, azucareras, lecheritas, servilletas, cubertería y demás enseres. Inquieta, hacía y deshacía el arreglo de gardenias que presidía la mesa. Las rodajas de limón tenían que describir un minucioso abanico, que prestamente se empe¬ñaría luego en restaurar cada vez que alguien se sirviera. Recibía a sus invitados en el pequeño parlour presidido por un retrato de HRM Queen Elizabeth II y, una vez que todos se encontraban sentados en los lugares designados según primorosos cartelitos, con una leve inclinación de cabeza y un medido ademán de la mano derecha, indicaba que podían comenzar a probar los sándwiches, bocaditos, panecillos, muffins, mermeladas, scons y demás delicias que con tanto esmero había preparado. En invierno, se encendía la vieja chimenea pero, si el tiempo lo consentía, prepa¬raba las mesas en el jardín trasero y todos fingían encontrarse en la querida y lejana isla.
También se desempeñaba como secretaria de actas y biblio¬tecaria suplente de la Woman Diocesan Association, que fun¬cionaba en el salón parroquial, donde se organizaban kermeses y ferias de platos para recaudar fondos para indigentes, men¬esterosos y enfermos. La asociación era regida por las mellizas Hypatia y Millicent, ambas hijas del Reverendo Alistair Bulwer-Lytton y casadas, respectivamente, con el Dr. W. C. Howard, a la sazón veterinario del hipódromo del Lomas Jockey Club, y el ingeniero Edward Phillips, gerente general de la fábrica de gal¬letitas. Precisamente en la biblioteca, se abastecía del material que alimentaba su imaginación y exacerbado romanticismo. Se había devorado todas las novelas de Jane Austen y, para inspirarse en la indómita Lizzie Bennet, tenía siempre sobre la mesita de noche un ejemplar de Pride and prejudice. Asimismo, la conmovía hasta las lágrimas la historia de amor entre Edward Rochester y la huérfana devenida en institutriz, protagonista de la novela Jane Eyre de Charlotte Bronte. Disfrutaba por igual de los cuentos de Dickens. Pero su favorito era sin dudas Lewis Carroll, con toda la saga de Alicia en el País de las Maravillas. Los avatares de la niña poblaban sus ejemplificaciones y eran la fuente habitual de citas y comentarios. Así, por ejemplo, la proverbial parsimonia de Jane le hacía exclamar: “¡Acabas con la paciencia de una ostra!”.
De hecho, la mascota familiar se llamaba Cheshire por el gato funámbulo del cuento que, como es bien sabido, poseía las virtudes de sonreír y desaparecer a voluntad. Pero no eran estas caracterís¬ticas las que dieron lugar al bautizo, sino un afán de que el minino hablase. Si bien es cierto que todos los animalitos de ese reino del revés conversaban con Alicia, digamos que a la señorita Iphigenia le resultaba indiferente que el Conejo Blanco o la Oruga hablaran. O en todo caso, le servían para reafirmar su monomanía: si a seres inferiores les estaba concedido el comercio de la palabra, cuánto más a su Cheshire, que era tan inteligente. Las sesiones de adoctrinamiento empezaban a la hora del desayuno y no cesaban nunca. Había días enteros en los que el pobre animal no probaba una gota de leche en represalia por su inconcebible negativa a hablar. Cuando lo sorprendía tomando sol, displicente, entre las hortensias, lo alen¬taba a hablar, a ejemplo de su homólogo o de Tobermory, el también gato parlante del cuento de Saki. Como el bicho daba muestras de cualquier cosa menos de querer hablar, se encrespaba y acudía como último recurso a las irrefutables citas bíblicas, trayendo a colación la historia del profeta Balaam y su locuaz asna, según el relato del Libro de los Números. No obstante que la obtusa mirada del gato le agigantaba la herida, volvía a la carga enunciando que ya en el Jardín Terrenal del Génesis hubo una serpiente parlanchina. Pero la pequeña criatura, además de muda, debía ser sorda y atea.
El asedio de algún atisbo verbal en el pobre Cheshire la man¬tenía en un estado de permanente vigilancia. Había épocas en las que la ansiedad la extenuaba y a veces era tal la obsesión que hasta le costaba conciliar el sueño y andaba irritable e insomne. La infortunada Jane pagaba los platos rotos. Un día razonó que, tratándose de un felino rodeado de hispano parlantes, podía no carecer de lógica que el inglés le resultara un poco arduo y comenzó a hostigarlo en castellano. Pero difícilmente el pobre animal comprendiera mejor cuando le reprochaba que el Conejo Blanco era capaz de expresar: “–¡Válganme mis orejas y bigotes, qué tarde se me está haciendo!”. Ciega en su cometido, se dice que en alguna ocasión anduvo detrás del gato blandiendo en procesión un libraco español con las fábulas completas de Esopo, Fedro, La Fontaine, Iriarte y Samaniego, mientras le recitaba los coloquios de leones, zorros, garzas, serpientes y cuanto ser del bosque conviniera a sus fines. Como si se tratara de una deidad distante, el animal mantenía su mutismo.
Si los inmigrantes italianos o españoles, a los que tachaba de anarquistas o partidarios de la huelga y el desorden, le causaban desconfianza, no era menor el recelo que dispensaba a los hijos de la tierra. No obstante, razonó que, tratándose de mascota nacida en estas pampas australes, haría falta algún ejemplo local para forzar la indómita voluntad del gato. Le llevó un tiempo consider¬able, pero finalmente halló oportuno sustento a su utopía y circuló un tiempo persiguiendo a Cheshire con las peripecias de Yzur, el mono parlante de Leopoldo Lugones. Pero increíblemente, el gato se negaba a replicar la conducta de sus congéneres literarios.
Por más que la dama inglesa se daba bríos recordando que siempre se llega a alguna parte, si caminas lo bastante, a punto estaba de darse por vencida cuando, casi al pasar, leyó una noticia en el Herald. Le costó un rato asimilar que se trataba del periódico y no de otro libro. Se calzó mejor las gafas y repaso la crónica periodística. Entró en un estado de quiet desperation. Una marea ácida comenzó a abrasarle la boca del estómago, se le resecó la garganta y, paradójicamente, no pudo articular palabra. Una cosa son las personificaciones engañosas de cuentos y fábulas con las que una mujer aburrida se entretiene mortificando a su mascota y otra muy distinta es leer, una mañana temprano, que los sueños pueden hacerse realidad, pero en el otro extremo del orbe. La noticia decía:
[UPI– Una señora de 70 años, oriunda de la ciudad de Changchun, afirma que Mimi, su gato, se ha transformado en una celebridad gracias a su habilidad para hablar. “Estaba jugando mahjong en casa con mis amigas, cuando de pronto escuché que alguien me llamaba ‘Laolao’ (abuelita)”, comentó. “Primero pensé que era mi nieta, pero ella no estaba en casa”. Ahí fue cuando se dio cuenta de que la voz no era de un ser humano sino de su adorable gato. “Creo que Mimi aprendió a decir ‘Laolao’ ya que mi nieta me lo dice todo el tiempo”, explicó la dama, agregando que desde esa primera palabra, Mimi ha ampliado su vocabulario].
Recobrado el aliento, sospechó que se trataría de alguna broma de mal gusto o, quizá, de un error de traducción. Con su habitual puntillismo, contactó al bibliotecario titular, que ocupaba un puesto subalterno en la oficina local de United Press International. Phineas Guthrie era de Inverness y, aunque hombre erudito, estaba obligado a trabajar como periodista. Tuvo que revisar algunos papeles para corroborar que la noticia se hubiera publicado realmente. Azorado al constatar el contenido de cada línea, atinó a justificar la situación, explicando que al corresponsal en China lo conocía de la guerra y que era un pecador irredento, dado a la bebida y al opio. Ajeno al mal que se gestaba, se sintió obligado a morigerar la impiedad del aserto y, parafraseando a Lucrecio, recordó que si los átomos, que en cifra innumerable revoloteaban la infinitud del cosmos, después de transitar por múltiples encuentros casuales e infecundos, acertaron, por fin, en conjugarse de modo que dieran para siempre origen al universo y a todo género de seres vivientes, bien podía ser que, en permutación propicia, se hubiera engendrado en la China un gato orador, máxime en un país tan dado a las cifras descomunales.
La señorita Iphigenia Smith-Burnett encontró en la biblioteca un ejemplar de la Toxicología de Erskine, semejante al que Lord Arthur Saville examinó para llevar adelante su asesinato, en la obra epónima de Oscar Wilde. En la farmacia La Inglesa del Sur, no le hizo falta mentir. Conforme la más socorrida etiqueta, un delicado plato de porcelana de John Aynsley and Sons ofició de eficaz patíbulo.

© PABLO MARTÍNEZ BURKETT, 2009

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