domingo, 3 de octubre de 2021

f5 es una buena jugada

 “El estilo de Lasker es como una copa de agua con una gota de veneno. El de Capablanca es una copa de agua aún más clara, sin la gota de veneno.”

Jacques Mieses.

 


Quizá esos días fueron mejores de lo que entonces creí, y no hablo sólo por mí, también hablo por ustedes. Cuando esa mañana me levanté en San Petersburgo sabía que si hacía mi parte, al otro día, el alemán haría la suya. Las partidas se ganan antes del comienzo del juego o se pierden dos veces. Un punto en desventaja es el límite, y él me llevaba esa diferencia. En su cabeza no iba a estar alejarse más en la tabla, de negras no iba a hacer nada para vencerme. Dormí con esa certeza luego de mi victoria ante ese joven maestro ruso, Alexander Alekhine, que también se las traía. Decidí que las blancas iban a serme útiles de una manera distinta a la habitual; gracias a ellas iba a manipular el ritmo de la partida a mi favor. Se decía de Capablanca que era un maestro en la técnica y la defensa, pero no se elogiaba con idéntico entusiasmo su ataque. Y ese día no había motivos para que él modificara esa característica.

Ésa era mi partida, de las que he disputado en mi existencia con seguridad que ésa estaba destinada a ser una de las esenciales. Las circunstancias me obligaban a luchar por la victoria el cubano lo esperaba desde los movimientos iniciales. Ante un escenario semejante, en los clubes y salones de ajedrez, tanto maestros como aficionados irían por el punto desde el comienzo. Entre las cavilaciones de la noche anterior y ese solitario desayuno, resolví lo contrario. Mi rival se conformaría gustoso con un juego donde las complicaciones no estuvieran a la vista. Él no iba a hacer nada por desnivelar el juego. 



Mi suerte iba a echarla con una variante lenta que deja la iniciativa del medio juego al otro, una variante que se considera conduce a tablas, pero que me otorgaba varias ventajas, algunas no sólo ajedrecísticas. Plantee la apertura española y en la cuarta jugada para sorpresa de muchos cambié mi alfil por su caballo, y continué el desafío con el cambio de damas en d4. ¡Ya en la séptima movida habían desaparecido del tablero las damas y un par de piezas menores! Las elecciones habían sido realizadas por mí, nada habitual en quien va por la victoria. Mi rival estaba en sus aguas, paciente y confiado, pero el diseño del tablero se fue modificando con el correr de los minutos. Cuando jugué 12. f5, Capablanca ya sospechaba que yo no había cedido en nada mi ambición y que tendría por delante una larga y trabajosa partida. Pero se mantuvo en su actitud de espera, sin la energía que el medio juego requería. Ese defecto fue el veneno que contaminaba su placidez, permanecía ingenuo considerando que el control estaba de su lado. Pero movimiento tras movimiento, la falta de espacio asfixiar al negro, y el juego de maniobras en las que yo estaba ocupado cancelaría cualquier reacción antes de ser iniciada. Todas mis piezas se movían en libertad, mientras que las de él se refugiaban como niños detrás de las faldas de su majestad real. Nimzowich dijo cosas al pasar en las que no me detendré porque, justamente, no van al corazón de lo que estaba sucediendo y había planificado. El estilo claro y perfecto que se le atribuía a mi rival se transformó en el transcurso de la disputa en un juego intrascendente, falto de ideas. Y yo estaba alerta a ese temperamento iracundo cuando hay que saltar a las trincheras y desde las trincheras ir por el enemigo.

 

 

Más de uno creyó que el campeón se resignaba como viejo guerrero a ingresar en su crespúsculo sin resistencia. No fue así, el viejo guerrero también era un zorro. Los presentes asistirían a otro desenlace y desarrollo del que en el inicio supusieron, lo mismo le sucedió a él. Cada línea que se abría, cada casilla que se despejaba, era a mi favor. Si con f5 comenzó la estrangulación hubo que aguardar y ser paciente hasta la intervención decisiva del caballo vía la cuarta casilla de la columna rey. F5 fue una sorpresa, pero cuando en la jugada 35 avancé el peón a cinco rey, esa nueva conmoción fue fatal y se transformó en el golpe decisivo a la ciudadela de las negras del que ya no se recuperarían, abandonando Capablanca seis jugadas después cuando los caballos danzaron en territorio enemigo. Alguien susurró que ese dibujo que en el tablero realizaron los corceles le recordó la carga de caballería de los Húsares alados. Música en mis oídos, como la ejecución de Prokofiev en la entrega de premios. En esa gala el Zar Nicolás II nos coronó como los primeros cinco grandes maestros de la historia del ajedrez. Estábamos a la vuelta de la esquina del comienzo de la primera Gran Guerra, esa guerra civil europea que se llevaría consigo a los Romanov. Y yo, Emanuel Lasker, había vencido en el torneo más importante de la historia dejando atrás a quien años después me arrebataría el cetro. Había jugado con la maestría y la decisión de quien era: el Campeón Mundial. El ocaso del Imperio Ruso y mis camaradas son testigos de lo que digo.


Héctor Alvarez Castillo, Saénz Peña, octubre de 2021.





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