miércoles, 3 de febrero de 2010

De mamíferos voladores



De mamíferos voladores


Ayer encontré a Batman en un bar de Constitución. Estaba en pésimo estado. En otras ocasiones lo había visto mal, pero lo de anoche, sinceramente, era la peor. Ya iba por la cuarta ginebra y se notaba que no había comido nada. Cada tanto, mientras hablaba, movía las alas haciendo el ridículo y luego repetía esa parodia con las piernas, como si fuese en verdad un murciélago.


            Éste no era el Batman de mi infancia. Era el Batman que en mis noches de insomnio me fui acostumbrando a encontrar en los barrios bajos, tan lejos de las principales avenidas de la ciudad como del ruido y los aplausos que habían sabido ser su mejor escenario. No había coche, compañeros ni mujeres. Solitario, con la última copia del disfraz que lo llevó a la fama, Batman ilustraba de tal manera la desolación. Cualquiera de sus antiguos enemigos hubiera pagado, el costo que fuese, por estar presente ante esa imagen.

Ahí estaba Batman, a duras penas sentado frente a la barra, haciendo equilibrio mientras me contaba sus actuales aflicciones. Empezó con que no podía dormir, que eso lo hacía ir por las noches de bar en bar, esperando el amanecer para caer extenuado. Que huía del hotelucho en el que paraba, porque ahí, encerrado entre esas paredes, no hallaba sosiego. Que tenía terror de que le crecieran las uñas cuando dormía, y que éstas sobrepasaran el tamaño de sus alas y no le permitieran volar. Batman estaba espantado con diversos temores, fobias, que no le daban tregua. Pedimos otra ginebra y, por su voluntad, se dispuso a contarme cómo empezó, en verdad, su historia.

            Él no era Bruce Wayne ni Bruno Díaz. Lo aclaró de improviso y, por dos tragos, guardó silencio. Él era un don nadie que había ido a parar a la mansión de los Wayne sólo por fortuna, pero no como hijo adoptivo o algo semejante. Fue a vivir a la mansión en el papel de lo que era: el hijo de una sirvienta, una sirvienta más en ese hogar de ricos. Todo lo que sucedió después –y la historia que se contó una y otra vez en revistas, televisión y cine– no era más que una suma de malentendidos y errores voluntarios, refrendados por negocios que a él poco le dejaron, más allá de una efímera fama.
            Me contó que los días posteriores al asesinato de los Wayne fueron terribles, pero que –ahí hizo otra pausa– alguien más había muerto esa noche. El verdadero Bruce también cayó bajo los disparos del Guasón. El niño falleció de un balazo en la cabeza. Fue el último en morir, pero para la prensa, los abogados y los medios, esto nunca sucedió, porque desde ese momento –por  conveniencia de Alfred– Bruce Wayne comenzó a ser él: John Brown o Fernando Vigo, como elijan llamarlo. Ahí comenzó su vicariato hasta que no pudo soportarlo más y dejó todo, con más de sesenta años, agotado de representar a ese señorito atildado o al caballero negro, sin que sus piernas ni brazos dieran para más. Quería ser quien realmente era. Sin embargo a Batman no lo podía abandonar. Batman lo había tomado. Batman era él. Batman era Fernando Vigo.

            Quedó para otra noche de ginebra el relato de cuando su madre, en Nueva León, cerca de las cuevas donde habitan centenares, miles de mamíferos alados, lo abandonó al dios Ah Puch, para que éste lo tomara como hijo –su padre natural había huido con una india– y el dios le hendió las marcas en los brazos, la mordedura de dos colmillos en cada lado. Las marcas aún están ahí. Eso dijo y quiso correr la tela y mostrármelas, pero con firmeza exclamé:


¡Batman, ésa ya es otra historia!

Saenz Peña, julio de 2008
Del libro "Naif. Del Juego a la Literatura"
Héctor Alvarez Castillo

2 comentarios:

  1. Fuimos los primeros, en esas largas sobremesas, en escucharte leerlo. Estamos orgullosos de vos!!!
    Francisco, Alejo y Stella
    Te queremos mucho.....

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