De mamíferos voladores
Ayer encontré a Batman en un bar de Constitución. Estaba
en pésimo estado. En otras ocasiones lo había visto mal, pero lo de anoche,
sinceramente, era la peor. Ya iba por la cuarta ginebra y se notaba que no
había comido nada. Cada tanto, mientras hablaba, movía las alas haciendo el
ridículo y luego repetía esa parodia con las piernas, como si fuese en verdad
un murciélago.
Éste no era el Batman de mi
infancia. Era el Batman que en mis noches de insomnio me fui acostumbrando a encontrar
en los barrios bajos, tan lejos de las principales avenidas de la ciudad como
del ruido y los aplausos que habían sabido ser su mejor escenario. No había
coche, compañeros ni mujeres. Solitario, con la última copia del disfraz que lo
llevó a la fama, Batman ilustraba de tal manera la desolación. Cualquiera de
sus antiguos enemigos hubiera pagado, el costo que fuese, por estar presente
ante esa imagen.
Ahí
estaba Batman, a duras penas sentado frente a la barra, haciendo equilibrio
mientras me contaba sus actuales aflicciones. Empezó con que no podía dormir,
que eso lo hacía ir por las noches de bar en bar, esperando el amanecer para
caer extenuado. Que huía del hotelucho en el que paraba, porque ahí, encerrado
entre esas paredes, no hallaba sosiego. Que tenía terror de que le crecieran
las uñas cuando dormía, y que éstas sobrepasaran el tamaño de sus alas y no le
permitieran volar. Batman estaba espantado con diversos temores, fobias, que no
le daban tregua. Pedimos otra ginebra y, por su voluntad, se dispuso a contarme
cómo empezó, en verdad, su historia.
Él no era Bruce Wayne ni Bruno Díaz.
Lo aclaró de improviso y, por dos tragos, guardó silencio. Él era un don nadie
que había ido a parar a la mansión de los Wayne sólo por fortuna, pero no como
hijo adoptivo o algo semejante. Fue a vivir a la mansión en el papel de lo que
era: el hijo de una sirvienta, una sirvienta más en ese hogar de ricos. Todo lo
que sucedió después –y la historia que se contó una y otra vez en revistas,
televisión y cine– no era más que una suma de malentendidos y errores
voluntarios, refrendados por negocios que a él poco le dejaron, más allá de una
efímera fama.
Me contó que los días posteriores al
asesinato de los Wayne fueron terribles, pero que –ahí hizo otra pausa– alguien
más había muerto esa noche. El verdadero Bruce también cayó bajo los disparos
del Guasón. El niño falleció de un balazo en la cabeza. Fue el último en morir,
pero para la prensa, los abogados y los medios, esto nunca sucedió, porque
desde ese momento –por conveniencia de
Alfred– Bruce Wayne comenzó a ser él: John Brown o Fernando Vigo, como elijan
llamarlo. Ahí comenzó su vicariato hasta que no pudo soportarlo más y dejó
todo, con más de sesenta años, agotado de representar a ese señorito atildado o
al caballero negro, sin que sus piernas ni brazos dieran para más. Quería ser
quien realmente era. Sin embargo a Batman no lo podía abandonar. Batman lo
había tomado. Batman era él. Batman era Fernando Vigo.
Quedó para otra noche de ginebra el
relato de cuando su madre, en Nueva León, cerca de las cuevas donde habitan
centenares, miles de mamíferos alados, lo abandonó al dios Ah Puch, para
que éste lo tomara como hijo –su padre natural había huido con una india– y el
dios le hendió las marcas en los brazos, la mordedura de dos colmillos en cada
lado. Las marcas aún están ahí. Eso dijo y quiso correr la tela y mostrármelas,
pero con firmeza exclamé:
–
¡Batman, ésa ya es otra historia!
Saenz Peña, julio de 2008
Del libro "Naif. Del Juego a la Literatura"
Héctor Alvarez Castillo
Fuimos los primeros, en esas largas sobremesas, en escucharte leerlo. Estamos orgullosos de vos!!!
ResponderEliminarFrancisco, Alejo y Stella
Te queremos mucho.....
¡Así es!
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