martes, 23 de febrero de 2010

Extravagancias de un bestiario


Extravagancias de un bestiario

Sé que los unicornios no existen. Ninguna persona sensata discutiría sobre esto; pero en este punto no se acaba el tema. No es el escorzo que sobre esta materia me importe tratar en el último apartado, porque no nos hemos reunido para oír más de lo mismo. Los escolares en el nivel básico gozan de conocimientos mayores y no andan dando discursos por ahí ni por allá. Las amas de casa sospechan lo mismo.

Lo que a nosotros nos interesa de una manera entrañable –íntima diría el poeta– no es la cuestión zoológica de la existencia de los unicornios o su privación, sino el color y el pelaje de los animales que aparecen, fortuitamente, por las grandes praderas con absoluta libertad. Animales que diariamente contemplamos corretear por el valle de los elefantes hasta los límites escabrosos donde nace el país de los sorgos.
En ese lugar disfrutan de su albedrío con tal regocijo que nadie en sus cabales dudaría por un instante de que en verdad están ahí y no son meras apariencias diurnas.

En la sección sobre el color y el sexo se agrega que son dos asuntos que van en yunta. Uno incide sobre el otro desde la indiferencia tanto como desde la intencionalidad.
Y en materia de especulación, la sexualidad de estas bestias fabulosas –en concordancia con las creencias acerca de los ángeles– se expresa que son sustancias puramente inmateriales (recordemos en esto la teofanía erígena). Presenciamos la proyección de cuerpos espirituales simples que en otro orden no debieran tener contornos sensibles ni figuras. Esos seres –como los ángeles de los que nos habla el irlandés– participan en Dios según su mismo ser. Algo semejante ha indicado Tomás.

Las discusiones sobre el sexo de los ángeles como sobre el pelaje y demás cualidades de los unicornios, son en verdad tan fascinantes como bizantinas, desde el triste avance de la ciencia empírica y la negativa –o imposibilidad– que tenemos de hacernos con ejemplares de estos dos grandes grupos para su concienzudo estudio.
Debemos resignarnos a las creaciones de nuestra fantasía e imaginación. Algo semejante les sucede a los musulmanes con las vírgenes que habitan el paraíso –según delata el Corán– llamadas hurís y nacidas de azafrán, almizcle, ámbar y alcanfor. Estas diáfanas doncellas se entregan a los creyentes una vez que se despiden de esta vida terrenal. Ellos gozarán de estas perpetuas vírgenes tantas veces como hayan ayunado en el mes de Ramadán y de acuerdo a las buenas acciones que hayan cometido.
Las hurís –para mayor deleite de los sentidos– llegan a los elegidos por intermedio de un ángel que les alcanza una naranja o una pera, sobre una bandeja de plata. El agraciado musulmán abre el fruto y de él sale la hurí destinada.

Villa Maipú, febrero de 2001 / Sáenz Peña, febrero de 2010
Del libro: "Naif. Del Juego a la Literatura"

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