domingo, 1 de agosto de 2010
El reino de Mâra
a Carmen Dragonetti y
a Fernando Tola
Cuando las cosas se revelan en su
verdadera naturaleza al brahmán que
medita con fervor, entonces él
dispersa al ejército de Mâra, como
el sol que ilumina el cielo.
Udâna I, 3
Dejó la atizada escudilla encima de la tierra. Esa mañana, de
la limosna obtuvo su única comida. La noche anterior no le
había dado descanso al joven monje y antes de que cesara la
luz quería llegar al bosque donde moraba el bhikkhu Uttiya.
Sabía que el maestro lo esperaba desde esa caminata final
alrededor del estanque de la antigua ciudad.
Tuvieron que pasar largos y esforzados años antes de que el
joven bhikkhu realizara dentro de sí el conocimiento anhelado.
En los últimos meses las prácticas ocuparon buena parte de las
jornadas. Descansaba al resguardo de la sombra; el sol cada
vez más fuerte se hacía difícil de soportar. La pasada estación
fue más pródiga en reptiles y alimañas. Saddhamanda
permaneció semanas enteras internado en los bosques, aislado
del mundo de los hombres, enfrentado a los fantasmas y a su
soledad, realizando los deberes en el mayor silencio. Al
amanecer, el canto de los pájaros era auspicioso anuncio para
comenzar. Caminaba y meditaba hasta que el sol desaparecía
nuevamente y la tierra tornaba a ser penumbra. Una vez un
pájaro blanco lo siguió un trecho del sendero. Oyó el ruido del
aire cuando se abre, las alas planear y sacudirse. Miró el cielo
y vio donde estaba. Cerró los ojos y volvió a observar. Susurró
unas palabras y continuó solo por el camino.
Diariamente realizaba los mismos actos como si fuesen un
ritual. A la luz del sol llegaba hasta el río para restregarse los
ojos con agua fresca. Luego marchaba en busca de un sitio
donde ejercitar las posturas en las que había sido instruido.
Saddhamanda tuvo un feliz comienzo al unirse a la comunidad.
Las primeras enseñanzas cayeron sobre buena tierra y el camino
a la ordenación fue haciéndose llano. Saddhamanda cumplía
estrictamente con los deberes que le daban, no había prueba
que inquietara su templada voluntad. Antes del mes de vesak
—en el cual tomó los hábitos—, sus palabras y gestos ya
exhibían un gran desapego hacia todo lo de este mundo. Pareció
de toda la vida dejar las ropas comunes y tomar el manto
amarillo como protección. Entró en el sandha con una fe
inquebrantable.
En Buda me refugio, en Buda me refugio, repetía con la voz
de quien reitera una acción desde un tiempo incierto. En ese
estado reinició la senda cercana a los bambús, con los ojos
semejantes al loto en el otoño. Sabía que Uttiya lo aguardaba.
Todavía joven, pero ya maduro para ese día, había comenzado
la marcha más importante de su existencia.
Al refrescar su cuerpo, por un instante recordó el sueño de esa
última noche. Si cesan tus deseos, cesará el mundo, tuvo que
decirse una y otra vez. Marâ se le había hecho presente con
más intensidad que nunca. Las tentaciones finales eran las más
difíciles. Provenían de lo más profundo. Residían en sus mismas
entrañas de hombre; toda esa noche debió luchar con firmeza
para vencerlas. El sol lo halló exhausto y a la vez más seguro,
más cerca del último paso. El bhikkhu Saddhamanda había
inclinado a la carne, ahora sólo restaba deshacerse de apegos
originarios y alcanzar el vacío. Estaba preparado, en su interior
la malicia y el error ya no tenían de qué aferrarse.
Al atardecer llegó al extremo sur del río. Desde lejos su olfato
reconoció el olor a carne humana y fue directamente hacia el
lugar en que las ramas se confunden con raíces y surgen de la
tierra transformadas en nuevos troncos. Bajo un árbol Bo, el
Thera, en posición erecta, aspiraba y expiraba profundamente.
Saddhamanda dejó la escudilla a un lado. No quería alterar al
bodhisattva. Por un momento contempló el esplendor de la
naturaleza. La tierra permanecía en paz, el aire era cálido en
esa región y el agua había apaciguado todo el fuego. El monje
comprendió que los elementos eran benignos para la
oportunidad. Miró por un instante al bhikkhu. No sintió el
anhelo de acercarse. Cualquier deseo sería agregar causas al
samsâra. Sólo el Señor de los elefantes era el refugio y la
protección que necesitaba. Ese ejemplo había sido su guía y
reparo, ahora el ciclo de las existencias quedaría vacío, como
la médula de un árbol llautén.
Al igual que Uttiya realizó la asana perfecta, se sentó listo a
realizar los ejercicios respiratorios hasta regularizar el ritmo
del corazón y entrar en samadhi. Su pensamiento se concentró
hasta quedar desprovisto de toda idea, sin tener más respuestas
ni preguntas para el mundo. Su lengua calló, ya no había nada
que pronunciar y su cuerpo, más inmóvil que el árbol sagrado,
dejó de producir acciones. Nada ligaba a los monjes con las
cosas, porque ya nada les pertenecía. Se habían desprendido
de toda conciencia y Mâra no ejercía más dominio sobre ellos.
No quedaban vínculos, era la vía, la Iluminación.
Aspiraban y expiraban con regularidad, su sangre corría más
despacio por sus venas. No se reconocía uno del otro. No eran
Uttiya ni su discípulo. No eran las aves del monte ni eran el
monte, no eran la noche ni el sol que despeja la telaraña de la
noche.
La llovizna comenzó a mojar los cuerpos, leche de arroz
vertiéndose desde una gran nube blanca. Luego se oyeron
fuertes truenos y rayos y la lluvia se hizo más dura con la
tormenta. Sólo se veía el débil reflejo de la luna sobre un claro
de agua. Por días y noches llovió más que en varios años y el
río creció hasta rebalsar sus límites y llegar al cuerpo de los
budas. Primero mojó sus pies, luego cubrió sus piernas y el
torso de ambos. Llovía incesantemente. El agua llegó a sus
bocas y cubrió sus rostros.
Cuando la tierra enmohecida volvío a ser divisada, ya no
quedaban restos de los hombres, sólo unas viejas túnicas
enredadas en las ramas de un árbol.
La Paternal, 1987 / Almagro, enero de 1990
Etiquetas:
Alvarez Castillo,
bhikkhu,
Buda,
Del libro "Metamorfosis",
Dragonetti,
Fernando Tola,
monje
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