jueves, 20 de enero de 2011

Aprendiz de librero


Aprendiz de librero


Se le había extraviado la bolsa verde con ese raro ejemplar del Quijote, el que tenía guardas doradas en el lomo y en la tapa una ilustración que parecía ser de Doré. Confiaba en que lo había dejado sobre el escritorio. Al menos, la última vez en que lo vio estaba apoyado ahí. Ahí donde lo dejó la anciana dentro de la bolsa. Donde debía estar y no estaba. Nada verde y ningún ejemplar encuadernado del Quijote ni de obra semejante dejaban verse.

Era su primera semana como aprendiz. Intuyó que ahora empezaba el verdadero conocimiento. No sólo era imprescindible saber de autores, de obras clásicas y de movimientos literarios. No alcanzaba haber leído noches enteras bajo la tenue luz de una lámpara. El negocio, al fin de cuentas, era un negocio y la erudición y el amor profesados no alcanzaban, por sí mismos, para satisfacer las urgencias del oficio.

Buscó una nueva vez. Con el mismo ahínco. Era la cuarta ocasión en que repetía todos los movimientos de la tarde anterior, en que recorría de un extremo al otro el salón y los estantes, el breve depósito, la pila de volúmenes sin marcar. La cuarta vez y sin la menor suerte. La bolsa verde y el ejemplar de la obra magna de Cervantes –ese Quijote ya único, que con los avatares adquiría un prestigio quizá inmerecido– se habían esfumado. Eran parte de una fuga. No sabía cómo explicarlo. ¿Alguien los habría hurtado? ¿Y si la misma anciana que lo trajo para la venta, una vez cobrados los pocos pesos que él le ofreció –en un gesto de dignidad y de arrepentimiento– decidió quedarse con el libro y el dinero, y se lo llevó con la bolsa que lo traía? ¿O si el chico que le preguntó la hora, ése que sonreía como tonto, se aprovechó de su confianza, o la joven de flequillo agradable, ésa que le compró Rosaura a la diez y se fue tan contenta? ¿Quién de todos ellos y cuándo, en qué descuido? ¿Y cuál era la causa? ¿Era que él se distraía, que las historias que habitaban cada título penetraban avasallantes esa realidad más esquiva por material e innominada?

Sintió que el piso no le respondía, que la cabeza, lentamente –pero cada vez con mayor convicción– le daba vueltas. Se sentó en el sillón que hace tres días le deparaba el destino y apoyó los codos en la madera del escritorio colmado de papeles, con desperdigados volúmenes de Turgueniev, Tolstoi y Schopenhauer, con el busto de Shakespeare en bronce que lo intimidaba desde un ángulo; emblema de un ejército de lapiceras, hojas y manuscritos que clamaban su atención. Separó los lentes a un costado y permaneció en silencio, quieto, ensimismado. Luego se recostó sobre el respaldo y estiró las piernas. No había caso, la bolsa no estaba en ninguna parte y media historia de la literatura lo contemplaba arbitraria desde esos tomos apretados, a veces opacos, otras coloridos, sin más complicidad que la indiferencia. Estaba solo. No había duda. Solo. Y la bolsa verde y el Quijote de lomo dorado, con ese Doré grabado en la tapa, ausentes sin retorno.

¿Qué hora era? Aún debía de ser temprano. El día apenas comenzaba y no se decidía a nada. ¡Dio un salto! Una voz lo sustrajo de sus meditaciones. Abrió los ojos y ante él se hallaba una joven de veinte años que apenas respiraba mientras una interminable lista de poetas era convocada por su boca.

–¿Busca algo?– Atinó a murmurar.

–¡Sí, sí, de lo que le hablaba, de lo que estaba hablando! ¡Poesía! ¿Dónde hay poesía?

¡Poesía! ¡Ahora, a él! ¡Sin la bolsa verde y sin el Quijote! A él que estaba culminando su primera novela, a él que desde Bécquer en sus años escolares se había prometido no desperdiciar más tiempo en esa cenicienta pasada de moda.

–¡Oiga, qué tiene para mostrarme! –Silencio.– ¡Por qué me mira de ese modo! –Y comenzó a reírse. Era linda, de una belleza capaz de perturbarlo aún más en esa mañana.

–Sólo dígame donde están esos libros –sonrío– y yo haré el resto.

–Ahí, ahí. Ahí está la poesía, ahí están el estante de poesía, los dos estantes; ahí están los libros. –Señaló con descuido hacia un sector de la biblioteca de madera oscura que estaba cerca de ella.

La joven lo volvió a mirar y sin dejar de reírse fue hacia donde él le había indicado. Entonces se alzó como si despertara de una larga somnolencia. Nuevamente estaba en la librería, nuevamente era el aprendiz de librero atendiendo a una probable compradora. La bolsa verde, el Quijote o lo que sea, en algún sitio deberían hallarse. Pero era tiempo de apartarse de esas preocupaciones. Ya está. Más no podía hacer. Que otro se ocupara de esas cuestiones. Él, cuando finalizara la jornada de trabajo, retornaría a la corrección del sexto capítulo de la novela, justo donde lo había abandonado ayer. Las horas, incesantes, transcurrirían con cierto tedio, pero en ocasiones había motivo para la alegría y hasta para la diversión. De lo que no debía olvidarse era que el negocio era el negocio. Una librería no era esparcimiento. Lo había aprendido.

–¡Éste no tiene precio!

–Ocho, ocho pesos…

–¡Uhm! ¿Seguro?– Y también él tuvo que sonreír.


Villa Urquiza, julio de 2008

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