Mostrando entradas con la etiqueta Del libro: "Naif. Del Juego a la Literatura". Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Del libro: "Naif. Del Juego a la Literatura". Mostrar todas las entradas

domingo, 8 de mayo de 2011

DEL PERCHE' SI PERDONO GLI OMBRELLI (traduzione di Marcela Filippi Plaza)


DEL PERCHE' SI PERDONO GLI OMBRELLI

di Hector Alvarez Castillo

(traduzione di Marcela Filippi Plaza)


Ci sono quelli che, erroneamente, attribuiscono alla distrazione e alla mancanza di percezione l'origine dello smarrimento degli ombrelli mentre, invece, un'analisi molto chiara ci rivela che in comune con gli incidenti e la fatalità, ci sarebbe, alla radice, la disorganizzazione con la quale conviviamo.

Il disordine nasce da motivazioni di diverso carattere, da quelle naturali a quelle cosiddette umane o artificiali. Fin dai tempi dei nostri antenati, destino è il vocabolo più utilizzato, che abbiamo coniato per relazionare quei fenomeni che dinanzi alla nostra percezione ci appaiono singolari. E' pur vero che questi si manifestano in numero significativo. Soffermiamoci e consideriamo: Perché i giorni cambiano? A cosa è dovuto il fatto che non si sappia a cosa attenersi quando si lascia presto il proprio focolare e si fa ritorno la sera molto tardi? Perché fa freddo, o fa caldo, dietro un arbitrio che non riusciamo a comprendere? Nonostante facciamo fatica a crederlo, è lì che iniziano, irrimediabilmente gli smarrimenti di ombrelli. (In questo saremo platonici: c'è un ombrello soltanto, che è lo stesso ombrello che tutti noi perdiamo ogni volta, e che qualcuno poi trova, sorride e con molto riguardo lo custodisce tra le sue cose posandolo dentro l'armadio fino al giorno in cui verrà nuovamente smarrito. Ombrello, altro non è che la nozione o l'idea di ombrello che costantemente viene reiterata nel nostro linguaggio e che ci serve per poterlo trasferire alla realtà).

Se fossimo ordinati, se al mondo le cose funzionassero come Dio comanda; una mattinata senz'acqua sarebbe seguita da un pomeriggio e da una notte senz'acqua, un albeggiare caratterizzato da acquerugiola e acquazzone seguirebbe un pomeriggio e una notte di acquarugiola e acquazzone. Siamo sinceri, mentre viene giù l'acqua dal cielo, chi può cessare di pensare a quel congegno di protezione. Nessuno di noi. Ed è proprio lì che si trova la domanda chiave: Perché voi annualmente smarrite uno, due o più ombrelli? Perché semplicemente non ci mettiamo d'accordo su nulla; quello è il segreto. Se riuscissimo ad organizzarci e riuscissimo a risolvere il punto che un giorno di pioggia è un giorno di pioggia e un giorno di sole, un giorno di sole, non vi si presenterebbe nemmeno l'occasione di smarrire l'ombrello nel taxi-collettivo, metro o treno. Nei bar non si vedrebbero ombrelli appesi alle sedie provocando l'entusiasmo di sguardi anonimi, e nessuno sarebbe tentato di prenderseli. Nel bel mezzo della pioggia, voi, non sareste mai distratti al punto di smarrire lo strumento di salvataggio. Giorno di sole è giorno di sole, giorno di pioggia è giorno di pioggia. Bisogna avere molto chiara quella dicotomia e non farsi trascinare dalle moderne tergiverazioni della morale. La nostra responsabilità e organizzazione ci salveranno. Questa è la norma.

Rammentiamo cosa succedeva in Cina, durante l'epoca d'oro dell'Impero. Lì, le cose funzionavano nel modo in cui corrispondono. L'Imperatore era l'Imperatore, l'operaio, operaio e capoperaio, capoperaio. Grazie a quelle sottigliezze si è potuta costruire la Grande Muraglia dinanzi alla quale ci sentiamo profondamente orgogliosi. In quegli anni remoti gli operai cinesi nei giorni di tormenta e acquazzone usavano un piccolo parasole. Il parasole – successivamente denominato ombrello – aveva un diametro che oscillava tra i novanta centimetri e un metro e venti. Quello degli operai meno qualificati aveva un colore scuro e si attenuava secondo le gerarchie relative alle arti della costruzione. Esisteva, poi, secondo i distaccamenti di soldati operai un grande parasole o parasole maggiore che veniva sistemato per offrire riparo a intere squadre di operai e allo stesso capoperaio che guidava i lavori.

Il parasole – considerando l'estensione del suo diametro di circa otto metri – era trasportato e sostenuto da uno o due cinesi, nutriti specificamente per svolgere questo tipo di compito. Dove mettevano, i cinesi,questi strumenti nei giorni primaverili? Quella è un'altra chiave, lì quando pioveva, pioveva e quando no, no. Questi strumenti erano sotto la custodia di persone addestrate specificamente per svolgere quei compiti,li lasciavano con cura uno accanto all'altro, in caverne segrete costruite ai margini della Grande Muraglia, luoghi, questi, che hanno visto poche mani da quei lontani anni.

Ma questa è un'altra storia e non dobbiamo mescolare né confondere né parlare di tanti temi, di tutti e di tutto allo stesso tempo. Quella non è nostra intenzione né tantomeno nostra abitudine.


Sáenz Peña, agosto 2005
Del libro: "Naif. Del Juego a la Literatura"

De por qué se pierden los paraguas


De por qué se pierden los paraguas


Están los que por error consideran al incipiente extravío de paraguas consecuencia de la distracción y el embotamiento, cuando un sincero análisis nos revela que, a semejanza de la mayoría de los accidentes y de las fatalidades, éste también se debe a la desorganización en la que, tontamente, nos pasamos la vida.
El desorden proviene de causas de toda índole, desde las naturales hasta las llamadas humanas o las artificiales. Desde los tiempos de nuestros ancestros, destino es el vocablo más acabado que hemos acuñado para las relaciones de fenómenos que a nuestra percepción se presentan como singulares. Es verdad que éstos se manifiestan en número significativo. Pero deténgase un instante y considere: ¿Por qué los días son cambiantes? ¿A qué se debe que uno no sepa a qué atenerse cuando abandona temprano el hogar y regresa a altas horas de la noche? ¿Por qué hace frío o hace calor, bajo un arbitrio que no alcanzamos a discernir? Aunque a usted le cueste creerlo, ahí comienzan, irremediablemente, los extravíos del paraguas. (En esto vamos a ser platónicos: hay un solo paraguas que es el mismo paraguas que perdemos todos nosotros una y otra vez, y que alguien encuentra, sonríe y presuroso pasa a guardarlo entre sus cosas, hasta que descansa en el armario y algún día también él lo extravía. No hay más paraguas que la noción o idea de paraguas, que reiteramos constantemente en nuestro lenguaje y desde ahí trasladamos a la realidad.)

Si fuésemos ordenados, si en el mundo algo funcionase cómo Dios manda, a una mañana sin agua, le seguiría una tarde y una noche sin agua, y a un amanecer con llovizna y chaparrones lo continuaría una tarde y una noche con llovizna y chaparrones. Sea sincero, con agua cayendo desde el cielo quién deja de pensar en ese artefacto protector. Ninguno de nosotros. Y ahí está la pregunta clave: ¿Por qué usted pierde anualmente uno, dos o más paraguas? Porque no nos ponemos de acuerdo en nada, ése es el secreto. Si nos organizáramos y resolviéramos que un día de lluvia es un día de lluvia y un día de sol un día de sol, usted no tendría, siquiera, oportunidad alguna de olvidarse el paraguas en el colectivo, subte o tren. En los cafés no se verían colgando de las sillas paraguas que entusiasman miradas anónimas, al tiempo que nadie se anima a tomarlos. Usted en medio de la lluvia jamás va a estar distraído al punto de extraviar la herramienta salvadora. Día de sol es día de sol, día de lluvia es día de lluvia. Hay que tener en claro esa dicotomía y no andar con modernas tergiversaciones de la moral. Nuestra responsabilidad y organización nos hará salvos. Ésa es la norma.

Recuerde cómo era en China, en la época dorada del Imperio. Ahí las cosas funcionaban como corresponde. El Emperador era Emperador, el obrero, obrero y capataz el capataz. Gracias a esas sutilezas se pudo construir la gran muralla que ahora hace que se nos hinche el pecho de orgullo. En esos lejanos años los obreros chinos usaban una breve sombrilla en los días de tormenta y aguacero. La sombrilla –luego denominada paraguas– tenía un diámetro que oscilaba entre los noventa centímetros y el metro veinte. Era de color oscuro para los obreros menos calificados e iba atenuándose según la jerarquía en las artes de la construcción. Y, por destacamento de soldados obreros, existía una gran sombrilla o sombrilla mayor, preparada para proteger cuadrillas enteras de obreros y al mismo capataz que estaba al mando.
Ésta –debido a su extenso diámetro, cercano a los ocho metros– era transportada y sostenida por uno o dos chinos alimentados especialmente para esa tarea. ¿Dónde guardaban los chinos estos implementos en los días primaverales? Ésa es otra clave, ahí cuando llovía, llovía y cuando no, no. Y estos rudimentos pasaban a la custodia de seres especialmente adiestrados para esas tareas, que los dejaban, cuidadosamente, uno al lado del otro, en ocultas cavernas construidas a la vera de la gran muralla, sitios que han hollado pocas manos desde aquellos antiguos años.
Pero eso es otra historia y no debemos mezclarnos y confundirnos y hablar de uno y otro tema, todos y de todo, al mismo tiempo. Ésa no es nuestra intención, esos no son nuestros hábitos.


Sáenz Peña, agosto de 2005
Del libro: "Naif. Del Juego a la literatura".

Publicado en México, en la revista "Algarabía", Nro. 57, Año VII (Junio, 2009)

jueves, 20 de enero de 2011

Aprendiz de librero


Aprendiz de librero


Se le había extraviado la bolsa verde con ese raro ejemplar del Quijote, el que tenía guardas doradas en el lomo y en la tapa una ilustración que parecía ser de Doré. Confiaba en que lo había dejado sobre el escritorio. Al menos, la última vez en que lo vio estaba apoyado ahí. Ahí donde lo dejó la anciana dentro de la bolsa. Donde debía estar y no estaba. Nada verde y ningún ejemplar encuadernado del Quijote ni de obra semejante dejaban verse.

Era su primera semana como aprendiz. Intuyó que ahora empezaba el verdadero conocimiento. No sólo era imprescindible saber de autores, de obras clásicas y de movimientos literarios. No alcanzaba haber leído noches enteras bajo la tenue luz de una lámpara. El negocio, al fin de cuentas, era un negocio y la erudición y el amor profesados no alcanzaban, por sí mismos, para satisfacer las urgencias del oficio.

Buscó una nueva vez. Con el mismo ahínco. Era la cuarta ocasión en que repetía todos los movimientos de la tarde anterior, en que recorría de un extremo al otro el salón y los estantes, el breve depósito, la pila de volúmenes sin marcar. La cuarta vez y sin la menor suerte. La bolsa verde y el ejemplar de la obra magna de Cervantes –ese Quijote ya único, que con los avatares adquiría un prestigio quizá inmerecido– se habían esfumado. Eran parte de una fuga. No sabía cómo explicarlo. ¿Alguien los habría hurtado? ¿Y si la misma anciana que lo trajo para la venta, una vez cobrados los pocos pesos que él le ofreció –en un gesto de dignidad y de arrepentimiento– decidió quedarse con el libro y el dinero, y se lo llevó con la bolsa que lo traía? ¿O si el chico que le preguntó la hora, ése que sonreía como tonto, se aprovechó de su confianza, o la joven de flequillo agradable, ésa que le compró Rosaura a la diez y se fue tan contenta? ¿Quién de todos ellos y cuándo, en qué descuido? ¿Y cuál era la causa? ¿Era que él se distraía, que las historias que habitaban cada título penetraban avasallantes esa realidad más esquiva por material e innominada?

Sintió que el piso no le respondía, que la cabeza, lentamente –pero cada vez con mayor convicción– le daba vueltas. Se sentó en el sillón que hace tres días le deparaba el destino y apoyó los codos en la madera del escritorio colmado de papeles, con desperdigados volúmenes de Turgueniev, Tolstoi y Schopenhauer, con el busto de Shakespeare en bronce que lo intimidaba desde un ángulo; emblema de un ejército de lapiceras, hojas y manuscritos que clamaban su atención. Separó los lentes a un costado y permaneció en silencio, quieto, ensimismado. Luego se recostó sobre el respaldo y estiró las piernas. No había caso, la bolsa no estaba en ninguna parte y media historia de la literatura lo contemplaba arbitraria desde esos tomos apretados, a veces opacos, otras coloridos, sin más complicidad que la indiferencia. Estaba solo. No había duda. Solo. Y la bolsa verde y el Quijote de lomo dorado, con ese Doré grabado en la tapa, ausentes sin retorno.

¿Qué hora era? Aún debía de ser temprano. El día apenas comenzaba y no se decidía a nada. ¡Dio un salto! Una voz lo sustrajo de sus meditaciones. Abrió los ojos y ante él se hallaba una joven de veinte años que apenas respiraba mientras una interminable lista de poetas era convocada por su boca.

–¿Busca algo?– Atinó a murmurar.

–¡Sí, sí, de lo que le hablaba, de lo que estaba hablando! ¡Poesía! ¿Dónde hay poesía?

¡Poesía! ¡Ahora, a él! ¡Sin la bolsa verde y sin el Quijote! A él que estaba culminando su primera novela, a él que desde Bécquer en sus años escolares se había prometido no desperdiciar más tiempo en esa cenicienta pasada de moda.

–¡Oiga, qué tiene para mostrarme! –Silencio.– ¡Por qué me mira de ese modo! –Y comenzó a reírse. Era linda, de una belleza capaz de perturbarlo aún más en esa mañana.

–Sólo dígame donde están esos libros –sonrío– y yo haré el resto.

–Ahí, ahí. Ahí está la poesía, ahí están el estante de poesía, los dos estantes; ahí están los libros. –Señaló con descuido hacia un sector de la biblioteca de madera oscura que estaba cerca de ella.

La joven lo volvió a mirar y sin dejar de reírse fue hacia donde él le había indicado. Entonces se alzó como si despertara de una larga somnolencia. Nuevamente estaba en la librería, nuevamente era el aprendiz de librero atendiendo a una probable compradora. La bolsa verde, el Quijote o lo que sea, en algún sitio deberían hallarse. Pero era tiempo de apartarse de esas preocupaciones. Ya está. Más no podía hacer. Que otro se ocupara de esas cuestiones. Él, cuando finalizara la jornada de trabajo, retornaría a la corrección del sexto capítulo de la novela, justo donde lo había abandonado ayer. Las horas, incesantes, transcurrirían con cierto tedio, pero en ocasiones había motivo para la alegría y hasta para la diversión. De lo que no debía olvidarse era que el negocio era el negocio. Una librería no era esparcimiento. Lo había aprendido.

–¡Éste no tiene precio!

–Ocho, ocho pesos…

–¡Uhm! ¿Seguro?– Y también él tuvo que sonreír.


Villa Urquiza, julio de 2008

viernes, 31 de diciembre de 2010

Cuando nos alcance la felicidad


Cuando nos alcance la felicidad


Hay que estar preparado, entrenado día y noche, bien despierto de alma y corazón, para cuando llegue y nos alcance la felicidad.
Nos debe encontrar de la mejor forma, espléndidos, fuertes y rozagantes; ni débiles ni huraños. Aquellos malos días deben haber pasado.

Vendrá la felicidad y nos hallará jóvenes, pletóricos de ilusiones.
La felicidad será nuestra.

Llevo conmigo la imagen de la luna detrás de altas ramas que rodean el espejo de agua donde se reflejan tu figura y la mía.

Si preguntaras a esta hora –cuando cierro los ojos y sólo veo dentro de mí– de qué felicidad hablaba la otra tarde, te respondería que ninguna palabra viene a mi boca para confesarte lo que no sé, pero que al instante percibo en íntimo conocimiento.
No hay esmero que alcance este saber.
Lo que trasmite esa imagen es lo que tengo para darte, y ésa es mi felicidad. La tuya será otra imagen. La tuya tal vez tenga palabras.

Con los días muda la imagen. A veces estoy solo, otras acompañado. No siempre hay silencio, pero aunque no hable, ni murmure, en mi pensamiento fluye una música.

Cuando nos alcance la felicidad la luna estará en lo alto.

Sáenz Peña, abril de 2007/ Villa del Parque, enero 2010

martes, 23 de febrero de 2010

Extravagancias de un bestiario


Extravagancias de un bestiario

Sé que los unicornios no existen. Ninguna persona sensata discutiría sobre esto; pero en este punto no se acaba el tema. No es el escorzo que sobre esta materia me importe tratar en el último apartado, porque no nos hemos reunido para oír más de lo mismo. Los escolares en el nivel básico gozan de conocimientos mayores y no andan dando discursos por ahí ni por allá. Las amas de casa sospechan lo mismo.

Lo que a nosotros nos interesa de una manera entrañable –íntima diría el poeta– no es la cuestión zoológica de la existencia de los unicornios o su privación, sino el color y el pelaje de los animales que aparecen, fortuitamente, por las grandes praderas con absoluta libertad. Animales que diariamente contemplamos corretear por el valle de los elefantes hasta los límites escabrosos donde nace el país de los sorgos.
En ese lugar disfrutan de su albedrío con tal regocijo que nadie en sus cabales dudaría por un instante de que en verdad están ahí y no son meras apariencias diurnas.

En la sección sobre el color y el sexo se agrega que son dos asuntos que van en yunta. Uno incide sobre el otro desde la indiferencia tanto como desde la intencionalidad.
Y en materia de especulación, la sexualidad de estas bestias fabulosas –en concordancia con las creencias acerca de los ángeles– se expresa que son sustancias puramente inmateriales (recordemos en esto la teofanía erígena). Presenciamos la proyección de cuerpos espirituales simples que en otro orden no debieran tener contornos sensibles ni figuras. Esos seres –como los ángeles de los que nos habla el irlandés– participan en Dios según su mismo ser. Algo semejante ha indicado Tomás.

Las discusiones sobre el sexo de los ángeles como sobre el pelaje y demás cualidades de los unicornios, son en verdad tan fascinantes como bizantinas, desde el triste avance de la ciencia empírica y la negativa –o imposibilidad– que tenemos de hacernos con ejemplares de estos dos grandes grupos para su concienzudo estudio.
Debemos resignarnos a las creaciones de nuestra fantasía e imaginación. Algo semejante les sucede a los musulmanes con las vírgenes que habitan el paraíso –según delata el Corán– llamadas hurís y nacidas de azafrán, almizcle, ámbar y alcanfor. Estas diáfanas doncellas se entregan a los creyentes una vez que se despiden de esta vida terrenal. Ellos gozarán de estas perpetuas vírgenes tantas veces como hayan ayunado en el mes de Ramadán y de acuerdo a las buenas acciones que hayan cometido.
Las hurís –para mayor deleite de los sentidos– llegan a los elegidos por intermedio de un ángel que les alcanza una naranja o una pera, sobre una bandeja de plata. El agraciado musulmán abre el fruto y de él sale la hurí destinada.

Villa Maipú, febrero de 2001 / Sáenz Peña, febrero de 2010
Del libro: "Naif. Del Juego a la Literatura"

jueves, 11 de febrero de 2010

Paseo con tortuga




Paseo con tortuga

Supongamos que hace años usted posee una tortuga de agua y que, debido al paso del tiempo, ésta ha crecido hasta el tamaño de la mano –el de la mano abierta, no el del puño cerrado– y hoy decide llevarla a un paseo por la ciudad, como es habitual que se haga con otras mascotas.

La saca de la celda vidriada donde taciturna presencia irse la vida –reconozca que no sólo la de ella, sino la de todos los miembros de la familia; desde la de su suegra hasta la de Melquíades, el gato molesto que a cada descuido aprovecha para darle un zarpazo al agua– y así, empapada, rociada de algas, se la mete de un impulso en el bolsillo del saco azul cielo, que sólo ante eventos especiales extrae del placard.

Y ahora, con la tortuga extraviada en su ropa, humedeciendo el forro interior del lado izquierdo y la camisa Yves Saint Laurent que le obsequió la tía Marga, sale a la calle, arreglando el nudo de la corbata en un ademán de dandy, sin que ningún gesto trasmita esa realidad de patas breves y robustas que se agita cada tanto en el interior, emitiendo señales de que ella está ahí, de que existe a semejanza de los otros.

Descenderá del ascensor e irá derecho hacia la estación del subte. Viajará de Medrano hasta el Obelisco, sonriente, sentado entre dos mujeres que no sospechan siquiera el por qué de su mirada. Luego hará el camino hasta dar con el sitio que busca. Se sentará en la fuente que está a metros de la tipa y el ceibo, y la extraerá con cuidado y afecto del bolsillo que ya es un breve lago.

La alza en una mano y la mira. Es la tortuga de siempre, pero distinta. Ella también lo observa. Ha ido sacando con atención la cabeza y el largo cuello a franjas horizontales. Ahora aparece el detalle rojo que a usted siempre le gustó. La deja en el borde de la fuente y con el dedo índice apoyado sobre la zona trasera del caparazón, la va empujando para darle confianza, hasta que ella misma entra a corretear por esa superficie inmensa que se le abre a los ojos.
Surtidores gigantescos de agua vierten litros sobre la pileta que Dorotea se ha detenido a contemplar. Un detalle en la extensión de mármol rompe la continuidad. Se la ve alegre. Vuelve a la carrera indiferente a los sonidos de las voces y del tráfico de esta tarde de sol. Los bocinazos y el griterío no le llegan; no alcanzan su satisfacción por esta aventura. Y se zambulle en este estanque que es un río, un mar, un monstruo de agua fresca que se le brinda.

La sigo con la mirada. Soy con ella otra tortuga amiga y feliz que disfruta la salida. Al anochecer regresaremos a nuestra morada. Laura y los chicos preguntarán dónde fuimos, qué hemos hecho juntos, ¡cómo me llevé a la tortuga! Pero Dorotea y yo sabremos que no necesitamos de palabras.
Aún quedan horas para que nademos juntos por el estanque. Ya sin camisa mi cuerpo se vuelve verde claro y oscuro, líneas de planta recorren mi existencia; un trazado arcaico es el dibujo secreto de mi espalda, que me protege de los rayos y el mundo. Dorotea va a mi lado, traviesa y alegre compañera.

Buenos Aires, La casona del teatro, febrero de 2010

jueves, 14 de enero de 2010

Oscuro


Oscuro

Un olor fuerte. Un olor al que no estoy acostumbrado fue lo que percibí cuando entré a la habitación. En penumbras, apenas se divisaban algunos muebles contra la pared, un desorden de prendas tiradas, una mesa y la luz azul y tenue en un rincón del cuarto.

Habló, dijo pocas palabras, y me fui acercando hasta que sentí sus dedos tibios deslizarse por mis brazos, hasta que tomó las manos y las soltó; luego acarició el cuello y se animo a dejarse caer entre las piernas. El olor, más intenso, me atraía y a la vez me hacía virar el rostro.
Ya conteniendo su cabeza contra mi cuerpo, vi la sábana blanca abierta sobre el piso. Estaba desnuda o apenas la cubría algo que no precisé a saber qué era. Algo leve como su voz y el nombre que murmuró junto a exiguas palabras.

Una brisa de aire ingresó y aprecié la ventana, la cortina y los árboles que se veían lejos. Allá estaba el mar. Aquí, ella, que se había precipitado sobre en ese lienzo blanco que ahora contenía su oscuridad en esta noche.

Mojé sus labios y mojé su cuerpo, su cuerpo negro, terso y fugitivo, entre tanta caricia y tanto deseo. El sueño fue descanso y desmayo. Y cuando regresé a la calle, y descendí solitario las escaleras, no estaba, ella no estaba. Se había ido. Sólo ese olor persistía, ese aroma fuerte a sal y carne, ese olor animal que me acompañó en la despedida y siguió junto a mí, vivo, latiendo, como un corazón en sangre.

Sáenz Peña, julio de 2008

miércoles, 30 de diciembre de 2009

Fin de Año


Fin de año



Mi deseo en esas horas era que cesara la división del tiempo en meses, en semanas o años. Deseaba acercarme a las cosas desde otro ritmo. Que la música ritmo fuese una cadencia que ni se agotara ni se diluyera debido a marcas externas a esa armonía; que se extendiera desde mí hacia el mundo en su plenitud. No el mundo en su parcialidad asfixiante. La vida, la existencia, se debía presentar íntegra, no fraccionada en zonas más claras u oscuras, según les diese la luz del sol o el esplendor de la luna.

Un solo y largo día, sin sucesivas noches y amaneceres. Alejado de la contemplación y el imperio de los almanaques que en ocasiones me llevaba, como al resto de los seres, al cese de ciertos actos por caprichoso arbitrio y en otras me impelía a decisiones que percibía ajenas, sin que yo gozara de la suficiente lucidez para tomarlas o hacerlas a un lado.

Se acababa ese rito del año nuevo o del año concluido. De alguna manera, esta visión de la existencia me sosegaba, me hacía percibir a mí mismo como a un ser de una naturaleza mayor. Alguien que de aquí a la muerte no debía continuar dando explicaciones, que sus actos, en esencia, eran auténticos y trascendentes, como antes jamás podrían haberlo sido.

No sé si mi deseo de esas horas se hizo realidad. Sé que mi deseo existe y recorre las páginas de más de un relato y que se afinca como peregrino en un abanico de hábitos y promesas, y es parte de nuestras aspiraciones y designios.


Sáenz Peña, diciembre de 2002