martes, 3 de mayo de 2011
Carta de Ernesto Sabato a Luis Noseda
Carta de Ernesto Sabato a Luis Noseda
Carta de Ernesto Sabato a Luis Noseda
Transcripción: Héctor Alvarez Castillo
La carta que aquí transcribimos aparece en el libro de Luis Noseda “Memorias de un soñador”, y surge de un pedido realizado por este escritor y periodista al autor de “Sobre héroes y tumbas”. Los temas que aborda Sabato y la síntesis con la que los comenta, le otorgan a este testimonio un gran valor biográfico.
Me pide usted, Noseda, que le diga algo a propósito del barrio, de este Santos Lugares en que he vivido toda mi existencia literaria; de donde salieron todos mis libros y donde mis dos chicos pasaron su infancia y su adolescencia. Pensé que cuando saliera de este vértigo en que vivo en estos últimos tiempos le escribiría algo sobre uno de los problemas que más me obsesiona: el de esa calamidad del siglo XX que es la megalópolis, la ciudad monstruosa y despersonalizada, y de cómo una comunidad a la escala del hombre como esta de Santos Lugares, o lo que todavía sigue siendo cualquier barrio tranquilo de Buenos Aires, es lo único que vale la pena conservar, la sola forma de convivencia que nos ha de salvar de la total alienación.
Pero, ahora, mientras escribo estas líneas deshilvanadas al correr de la máquina, se me ocurre que tal vez sea mejor recordar aquí la pequeña historia de mi llegada a la calle Bonifacini, a la antigua calle Bonifacini.
Pero no estoy aquí por azar, porque no hay azar en las cosas del espíritu: hay destinos, hay propósitos, concientes o inconcientes. Llegué a este lugar porque huí de esa ciencia que es precisamente la culpable de esta colosal crisis en que se debate la humanidad. Y si vine a vivir a esta casa fue justamente porque ya en aquel tiempo pensé que la gran ciudad era el producto último (y siniestro) de esta civilización tecnológica.
No es un secreto que estudié física en La Plata y que después del doctorado me becó el profesor Houssay para trabajar en radiaciones atómicas en París, con la hija de Madame Curie. ¡Pobre Houssay! Nunca me perdonó mi abandono de la ciencia y durante quince o veinte años me negó el saludo, me consideró como una especie de traidor, hasta que un día, en alguna reunión no sé a raíz de qué, acercándome a él le pregunté si no era ya bastante, si después de haber publicado cinco o seis libros no había hecho lo suficiente para merecer su perdón. Y sonriendo levemente me tendió la mano y así quedamos en paz. Cuando fui a París en realidad yo había empezado la quiebra espiritual que me alejaría de la ciencia y aunque siempre me fascinó lo que la física y la matemática tienen de creación casi fantástica (una teoría como la relatividad tiene la belleza de “La pasión según San Mateo”, de Bach, o la hermosura de una catedral gótica), había llegado a la conclusión que de esa actividad purísima del espíritu salía la tecnología y de ésta la cosificación del hombre. En fin, no diré aquí en cuatro palabras, a la disparada, lo que escribí en todo un libro publicado en 1951, “Hombres y engranajes”, obra en que precisamente describo el proceso mental y espiritual que me llevó al abandono de aquello que en mi adolescencia me había deslumbrado, aquel orden platónico del orbe matemático que buscaba en medio de mi tumulto interior, de mis ansiedades y angustia de adolescente.
De modo que, como le estaba contando, al llegar a París, en 1938, comprendí que aquello no tenia ni pie ni cabeza y que pronto dejaría de lado aquello por lo que Houssay soñaba. Y así, mientras de día trabajaba con el uranio en el Laboratoire de la calle Pierre Curie, de noche me mezclaba con los surrealistas, del mismo modo que el Dr. Jekill se transformaba en el detestable Mr. Hyde. Y comencé a escribir una novela denominada “La fuente muda” de la que sólo publiqué unos fragmentos, mucho más tarde, en la revista SUR.
Vino la guerra y volvía a La Plata, y aunque trabajaba y enseñaba la teoría de los cuántos y la relatividad en el Instituto de Física de la Universidad, en secreto trabajaba en literatura y pensaba cómo y cuánto abandonar para siempre aquellas “altas torres de mi adolescencia”. Pasó una serie de cosas que no tendré aquí ni tiempo ni espacio para narrar, pero lo cierto es que un día resolví quemar las naves, como se dice.
Era por el año 1943, vivíamos con Matilde y con Jorgito (que tenía unos cuatro años) en la calle Tagle, cerca de lo que ahora es el Automóvil Club. Cuando decidí dejar todo, con el apoyo, naturalmente, de mi mujer, le pregunté a mi amigo Enrique Wernicke si no sabía de alguien en Córdoba que me alquilase un rancho, y me dijo que sí, hablándome de alguien que yo no conocía personalmente pero del cual todo el mundo sabía su nombre, por haber sido el dueño de una empresa de filmación: don Federico Valle. Me contó que se había arruinado con el incendio de sus laboratorios, que no tenía seguro (conociéndolo después, comprendí que era muy natural en él) y que desde 1938 vivía en un barrio de Buenos Aires, pero que pasaba largo tiempo en un rancho, en plena sierra, cerca de Carlos Paz. Me dijo que en ese momento estaba en Buenos Aires y que le preguntaría si era posible alquilarme su rancho.
Y así a los pocos días me trajo a un hombre de barba blanca, que parecía un profesor de película, sonriente y reservado. Sí, estaba dispuesto a alquilarme el rancho. Y él ¿dónde viviría? En una carpa, tenía una carpa como depósito y se podía acomodar allí. Le pregunté en cuánto me alquilaría el rancho y me dijo que en quince pesos mensuales. Hice mis cálculos (me iba con la mitad de un sueldo de profesor) y le dije bueno. Y así nos fuimos.
Era sobre el río Chorrillos, a una legua de lo que entonces era Carlos Paz. Y digo entonces porque por aquel tiempo era un pueblito. No teníamos, claro está, ni luz ni vidrios en las ventanas. Y aquel invierno hubo para desdicha catorce grados bajo cero, hasta el punto que el río Chorrillos se heló. Nos teníamos que calentar como el mismo sol de noche con que nos alumbrábamos, y a eso de las siete nos metíamos en la cama, de puro frío que hacía.
Pasamos casi un año, y allí escribí mi primer libro, “Uno y el Universo”, que se publicó en 1945. Un librito que es una especie de balance de mi vida anterior y algo así como el tránsito a lo que fue mi vida posterior.
Debo decir que durante ese período nos venían a ver, de vez en cuando, el director del Observatorio de Córdoba, el profesor Enrique Gaviola, astrofísico famoso en el mundo entero, del cual yo había sido asistente en La Plata, y el profesor Guido Beck, emigrado judío, ex alumno brillante de Albert Einstein. Los dos trataban de convencerla a Matilde. Pero no pudieron. En rigor ellos tenían razón, porque ni siquiera sabía lo que yo era capaz de hacer en literatura, y abandonaba por una especie de fantasma que finalmente podía ser un simple espejismo.
Dejé entonces la ciencia para siempre, no quise ni siquiera guardar un libro de física y matemática en mi biblioteca; los regalé a mis ex compañeros y discípulos, uno de los cuales fue José Balseiro, cuyo nombre lleva ahora el Instituto de Bariloche.
Había que volver a Buenos Aires. ¿Pero adónde? Don Federico me ofreció alquilarme una casa que estaba –me dijo– en Santos Lugares. ¿Qué era eso? Jamás había oído hablar de tal sitio. Nos vinimos juntos desde Córdoba y me mostró la casa, y aquí nos quedamos. Le pregunté donde viviría él. Me dijo que viviría en el sótano. Siempre había tenido vocación por cuevas, subterráneos y cosas así. Allí se improvisó un pequeño departamentito y una pieza arriba, y así vivimos con Federico y con su hija Marina o Marinette (como él la llamaba), durante muchísimos años. Cuando Marina se casó con Dacal (que supo jugar al basquet en el club Defensores), se hicieron un departamento de la parte de atrás. Finalmente, aquello les quedó chico con el nacimiento de sus hijos y se fueron a vivir por aquí, cerca de Villa Lynch. Y yo le compré la casa a don Federico.
Y aquí estoy, para siempre. De aquí me sacarán en el cajón. Y me sacarán únicamente así, porque para mí Santos Lugares es ahora mi patria chica. Vine cuando todavía se encontraban por aquí boliches con mostrador de estaño. Así hubiese querido que permaneciera, pero sé que es imposible. Espero, al menos, que no construirán horrendos edificios torres, para que también aquí nazcan y crezcan chiquitos que sepan lo que es el pasto, las gallinas, los gatos, los grandes patios, las parras y las glicinas. ¿El sueño de un viejo reaccionario? ¿O la imaginación de alguien que ve más lejos que los que creen que el precio del metro cuadrado de terreno en más importante que el precio de un ser humano?
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