domingo, 8 de mayo de 2011

De por qué se pierden los paraguas


De por qué se pierden los paraguas


Están los que por error consideran al incipiente extravío de paraguas consecuencia de la distracción y el embotamiento, cuando un sincero análisis nos revela que, a semejanza de la mayoría de los accidentes y de las fatalidades, éste también se debe a la desorganización en la que, tontamente, nos pasamos la vida.
El desorden proviene de causas de toda índole, desde las naturales hasta las llamadas humanas o las artificiales. Desde los tiempos de nuestros ancestros, destino es el vocablo más acabado que hemos acuñado para las relaciones de fenómenos que a nuestra percepción se presentan como singulares. Es verdad que éstos se manifiestan en número significativo. Pero deténgase un instante y considere: ¿Por qué los días son cambiantes? ¿A qué se debe que uno no sepa a qué atenerse cuando abandona temprano el hogar y regresa a altas horas de la noche? ¿Por qué hace frío o hace calor, bajo un arbitrio que no alcanzamos a discernir? Aunque a usted le cueste creerlo, ahí comienzan, irremediablemente, los extravíos del paraguas. (En esto vamos a ser platónicos: hay un solo paraguas que es el mismo paraguas que perdemos todos nosotros una y otra vez, y que alguien encuentra, sonríe y presuroso pasa a guardarlo entre sus cosas, hasta que descansa en el armario y algún día también él lo extravía. No hay más paraguas que la noción o idea de paraguas, que reiteramos constantemente en nuestro lenguaje y desde ahí trasladamos a la realidad.)

Si fuésemos ordenados, si en el mundo algo funcionase cómo Dios manda, a una mañana sin agua, le seguiría una tarde y una noche sin agua, y a un amanecer con llovizna y chaparrones lo continuaría una tarde y una noche con llovizna y chaparrones. Sea sincero, con agua cayendo desde el cielo quién deja de pensar en ese artefacto protector. Ninguno de nosotros. Y ahí está la pregunta clave: ¿Por qué usted pierde anualmente uno, dos o más paraguas? Porque no nos ponemos de acuerdo en nada, ése es el secreto. Si nos organizáramos y resolviéramos que un día de lluvia es un día de lluvia y un día de sol un día de sol, usted no tendría, siquiera, oportunidad alguna de olvidarse el paraguas en el colectivo, subte o tren. En los cafés no se verían colgando de las sillas paraguas que entusiasman miradas anónimas, al tiempo que nadie se anima a tomarlos. Usted en medio de la lluvia jamás va a estar distraído al punto de extraviar la herramienta salvadora. Día de sol es día de sol, día de lluvia es día de lluvia. Hay que tener en claro esa dicotomía y no andar con modernas tergiversaciones de la moral. Nuestra responsabilidad y organización nos hará salvos. Ésa es la norma.

Recuerde cómo era en China, en la época dorada del Imperio. Ahí las cosas funcionaban como corresponde. El Emperador era Emperador, el obrero, obrero y capataz el capataz. Gracias a esas sutilezas se pudo construir la gran muralla que ahora hace que se nos hinche el pecho de orgullo. En esos lejanos años los obreros chinos usaban una breve sombrilla en los días de tormenta y aguacero. La sombrilla –luego denominada paraguas– tenía un diámetro que oscilaba entre los noventa centímetros y el metro veinte. Era de color oscuro para los obreros menos calificados e iba atenuándose según la jerarquía en las artes de la construcción. Y, por destacamento de soldados obreros, existía una gran sombrilla o sombrilla mayor, preparada para proteger cuadrillas enteras de obreros y al mismo capataz que estaba al mando.
Ésta –debido a su extenso diámetro, cercano a los ocho metros– era transportada y sostenida por uno o dos chinos alimentados especialmente para esa tarea. ¿Dónde guardaban los chinos estos implementos en los días primaverales? Ésa es otra clave, ahí cuando llovía, llovía y cuando no, no. Y estos rudimentos pasaban a la custodia de seres especialmente adiestrados para esas tareas, que los dejaban, cuidadosamente, uno al lado del otro, en ocultas cavernas construidas a la vera de la gran muralla, sitios que han hollado pocas manos desde aquellos antiguos años.
Pero eso es otra historia y no debemos mezclarnos y confundirnos y hablar de uno y otro tema, todos y de todo, al mismo tiempo. Ésa no es nuestra intención, esos no son nuestros hábitos.


Sáenz Peña, agosto de 2005
Del libro: "Naif. Del Juego a la literatura".

Publicado en México, en la revista "Algarabía", Nro. 57, Año VII (Junio, 2009)

No hay comentarios:

Publicar un comentario