Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.
Francisco de Quevedo
Los libros tienen su destino.
Terencio
I
Farías tenía más años de los que en ese
momento hubiera deseado y, a la vez, muchos menos de los que podían resultar
obstáculo para la tarea que deseaba emprender. Estaba entre la edad de Dante al
inicio de la Divina
Comedia y la de Napoleón al perder Francia. Aunque
él lo desconociera, estos detalles podían leerse como buen augurio. En esa edad
adquirió el Libro de las Innumerables Páginas, que pasó a ser el primer
libro de su vida y dio lugar a un entusiasmo, a un ansia de lectura de tal
magnitud, que sobre ese ímpetu sólo se podía pensar que provenía de la infancia,
que había permanecido en letargo por largos años, sin que nada hiciera suponer
fuerza semejante. Se decía que tras ese volumen vendrían otros, sin demorar, ni
detener nunca, esa cadena que hoy había iniciado.
Farías llevaba ese ejemplar en sus manos,
envuelto en papel de regalo, con rombos de colores sobre un fondo metálico.
Papel que había sido elegido especialmente por el vendedor, presintiendo, tal
vez, que al nuevo cliente lo embargaba un suceso singular e intransferible.
Desde ese instante, su voluntad se entregó al obsequio que se había hecho a sí
mismo.
II
Hasta aquel momento, cada día
comenzaba y culminaba de manera semejante, sin que nada hiciera recordar una
diferencia, un suceso que sazonara esa serie constante. Para salir de esa
modorra era necesario algo fascinante y a la vez diabólico, un acto mágico y al
mismo tiempo trascendente. Algo que trastornara al hombre de tal modo que
hiciera que de todo lo ordinario, que hasta allí plagaba su existencia,
surgiera una originalidad tan elocuente que alterara el monótono orden que él
habitaba.
Si en el pasado de Farías
existió una señal de distinción, esa señal era su silencio, su mascullar ideas
en el fondo de la cabeza sin intentar —salvo alguna incontinencia— comunicárselas
a quienes compartían con él la escena de la vida. Quizá con algún compañero,
bebiendo un café, pudo animarse a intercambiar impresiones vagas sobre
cuestiones que llamaban su atención. Es posible que comentara que en las tardes
de lluvia el paso del tiempo es inefable, que el agua cuando cae aúna los
recuerdos y pliega las imágenes de la memoria en un solo y largo día. Un día
del que no podemos partir sin adentrarnos en nosotros mismos.
En su interior, Farías deseaba
ser fuerte, y esa energía que él anhelaba era menester cultivarla mediante
leves, casi imperceptibles gestos. Era un poder del que no se puede tener
noción, sólo necesidad. Ninguna otra característica marcaba diferencias entre
Farías y un simple empleado de banco, que día a día realiza su rutina, sin
advertir otro escozor que el cansancio, el deseo y el hambre.
III
Pasó un trapo húmedo sobre la
mesa, que hasta ayer sólo usaba para comer y apoyar sus pocas cosas, luego
acercó una luz blanca que daba por entero en la sustancia de esa noche,
mientras que el resto de la habitación iba siendo absorbido por la penumbra que
determinaba un ámbito distinto, con leyes propias, un ámbito ajeno al que lo
circundaba. Se hacía difícil distinguir una forma más allá de los primeros
pasos, y el silencio era a la vez calma y tensión. Abrió el envoltorio y quedó
fascinado. Las tapas eran duras, con letras doradas y un dibujo en el que se
confundía un animal y un bosque, el cielo y algo semejante al mar y las
montañas. Signos que debía descifrar, al igual que aquellos que lo aguardaban
en el interior del libro y que página a página lo irían impregnando de nuevas costumbres
e ideas.
No se sabe qué leyó en las
primeras líneas, pero después de esa introducción no fue capaz de abandonar esa
obra hasta que, llegado el amanecer, cayó rendido sobre la vieja y gastada
madera de la mesa. Sorbos de agua, que bebía de a ratos, fueron su única
distracción durante horas.
Si era posible lo que allí se
decía, mucho de todo lo que había pensado hasta ese momento era verdad y cada
nueva línea que leía lo arrastraba aún más a un punto sin retorno. Cerró el
libro, lo abrió nuevamente y, por un instante, las páginas estuvieron
desiertas. Dio un salto, un hilo de frío lo recorrió de pies a cabeza; cerró el
volumen, volvió a abrirlo y todo estaba como antes. Quiso dar una vuelta al
cuarto y las piernas no respondieron. Al otro día, recordó esto y se
estremeció. ¿Qué era todo este mundo que lo rodeaba, si algo podía ser de ese
modo?
La jornada fue un trámite
penoso. Aguardó impaciente que llegara la hora de salida para dirigirse con
urgencia a su casa y entregarse a la lectura. Los compañeros lo notaron raro,
no quisieron darle demasiada importancia, pero no perdieron la oportunidad de
señalarle que estaba abstraído, que no prestaba atención. Alguno insinuó que
parecía un mecanismo a cuerda que iba de un sitio a otro, haciendo lo que le
correspondía, pero condicionado por una fatal obligación. Ese compañero
mencionó algo sobre un tal Kempelen,
del que nadie o pocos habían oído hablar. La chanza quedó ahí.
Sólo distraía su pensamiento un encuentro con
Osvaldo Atenamor, en el bar Esquina Azul, a la altura de Caballito. Osvaldo lo llamó pasado el mediodía,
pidiéndole que se encontraran en lo del francés. Necesitaba contarle algo y,
por el tono, Farías dedujo que lo de su amigo sería otra confesión más a la que
luego debería añadir sus consejos. Estaba acostumbrado a estas charlas de café
que se repetían con cierta regularidad, aún cuando ni ellos mismos pudiesen
prevenirlas. Lo que en él existía era la intuición en ese curso, en ese ritmo,
que de una lo llevaría hasta la otra, semejante a la confianza que tienen los
pescadores en el movimiento de las aguas y en el espíritu del mar.
Osvaldo traía un diario en la mano izquierda,
cuando entró al bar y vio a Farías. Su amigo ya
iba por el segundo café. Intentaba apurar el encuentro, darle fin y regresar,
en cuanto fuese posible, a su hogar, para abocarse a lo único que le interesaba
en la vida. Atenamor era ajeno a estas nuevas inquietudes de su confidente y,
de alguna manera, fue a verse con otra persona, a reunirse con alguien que ya
no era el amigo de antes. En su monólogo, se enfrentaba a una mirada perdida, a
sucesivos monosílabos de asentimiento, gestos extraviados que poco o nada trasmitían.
Los ojos de su acompañante estaban en otra parte, lejos de ahí. Habló de una
mujer, de una mujer que en el lapso en que no se vieron se había transformado
en una obsesión. Más de una vez habían llegado a la conclusión de que él era un
neurótico bastante avanzado, que su tema excluyente era lo femenino, hablar de
ellas, mirarlas, pronunciar sus nombres y luego darle curso a la seguidilla de
conquistas, que lo embriagaban como las burbujas del champagne. Para algunos
era un ser monótono, para otros, un tipo divertido que encontraba en el gris
Farías ese contrapeso que equilibra la balanza; el espejo inalterable donde se
observan con mayor detenimiento los vaivenes de las propias experiencias
amorosas. Pero esta vez, parecía que el espejo se había vuelto hacia sí mismo y
no reflejaba el exterior.
Osvaldo esparció su relato como el niño que
vuelca el balde de arena sobre una mesa de mármol y recoge menos de lo que trajo.
Pagaron las consumiciones y fuera del bar se animaron a dar algunos pasos
juntos, hasta que Atenamor se excusó diciendo que debía regresar y hacer un
llamado. Se estrecharon las manos, como si fuera la primera o la última vez que
se veían, ignorando la marea, que en ese anochecer iba ocultando las sombras
que sobre la tierra dibujan los cuerpos, los cuerpos vivos y los cuerpos sin
ánima, los recuerdos y el olvido.
El
recorrido, desde Esquina Azul hasta Jujuy al ochocientos, no dejó
rastros en la memoria de Farías. Fue como si al soltar la mano de Atenamor, su
espíritu, inmediatamente, se hubiera trasladado a metros del Libro de las
Innumerables Páginas, cerrando la puerta de entrada, de cara a sus propias
cosas, ésas que hoy se le iban presentando como un vientre, que al contenerlo
le otorgaba beneficios que antes le eran extraños, beneficios de los que ni
siquiera tenía sospecha.
Abrió la heladera y retiró la jarra con agua.
Se preparó el último café del día y cortó un poco de pan para acompañarlo con
queso y fiambre. Todo lo realizó con lentitud, fue dejando cada elemento sobre
la amplia bandeja, respetando el sitio exacto que debían ocupar. El libro
estaba abierto donde el día anterior había abandonado la lectura, y su mirada
fue directamente a la última palabra que había entornado. Fue como volver sin
haber salido nunca de ese clima en el cual desde ayer estaba inmerso. Se cerró
todo alrededor de ellos dos y un diálogo, que sólo puede tener lugar en el
pensamiento, lo sustrajo del pasado.
Por la mañana, vio que en la bandeja quedaban
objetos vacíos, recipientes donde él había saciado su hambre y su sed, pero no
era posible saber cuándo ni cómo. Su cabeza estaba recogida entre las páginas
de ese volumen.
Con la vista que no daba para más y una leve
sensación de mareo, decidió que no iría a trabajar, que no tenía sentido
entregar las horas a ese trajín. Necesitaba tomarse el día para él, debía
penetrar en el sentido de lo que estaba sucediendo.
VI
Lo que Farías intentaba trasmitir no era
fácil de ser comunicado. Ni siquiera sabía muy bien qué palabras usar para
presentarse a los otros con ideas tan raras como escurridizas. La mayoría de
los seres humanos que conocía eran pretenciosos y torpes. Buscaban averiguar,
desde el primer gesto, qué era lo que se traía debajo del brazo, a dónde los
quería llevar. Y hoy, más que nunca, se sentía ajeno a esa práctica. Dio una
vuelta por las calles de su barrio, sin saber qué rumbo tomar, hasta que se
largó a caminar buscando el sosiego de los árboles, los descansos de la sombra
y el contacto con ese sol, capaz de darle el calor y el ánimo que le hacían
falta. Pisaba ramas y hojas, oía los sonidos de ese mundo vegetal que iba dejando
y, en esa letanía, el canto continuo de los pájaros que desde el parque convocaban
su presencia. Esas aves exhibían que eran parte de otro juego, mientras Farías seguía
adelante, sin saber dónde detenerse y hacer pie.
Hacia ambos lados del recreo, no apreciaba
nada ni nadie que lo cautivara, nada que lo ayudara a despejar sus dudas. Por
un instante desviaron su pensamiento las siluetas de dos niños que, en el
límite de un canal, jugaban con una embarcación vikinga. Gracias a maderas y
colores de nuestra época, esos chicos habían logrado reproducir un velamen, que
como un cisne se abría paso en la corriente. Cuando cruzó frente a ellos, lo
observaron con atención. Su paseo tenía una cadencia llamativa, un andar
disperso y a la vez pleno de obsesiones. No se distrajeron con él más de lo
necesario y, de inmediato, retornaron a sus gritos, saltando de un sitio a
otro, alegres con esa nave nórdica que vencía la corriente del lago una cálida
mañana de septiembre, con la intrepidez de otras embarcaciones mayores que
siglos atrás habían surcado inmensas masas de agua.
Ése no era su lugar, debía hallar el sitio
donde sentirse a gusto, buscarlo, hacer el esfuerzo suficiente y, si fuese la
única alternativa, crearlo él mismo, ya sea en su mente o en la realidad. Nada
que no estuviese en su cabeza cobraba significado fuera de ella. Resolvió que
había que ir al encuentro de Simaldock, golpear la seca madera de la ancha
puerta de cedro, hasta que el amigo despertara de su sueño y abriera esa sala
repleta de adornos y piezas traídas de los confines del mundo. Entrar ahí era
husmear en un cofre, aventurarse en secretos y misterios.
Marchó hacia allá, hacia el
pasaje oculto entre calles y avenidas ruidosas. En esas largas caminatas –con
frecuencia realizadas por los integrantes de la secta de los peripatéticos de
Almagro–, esa arteria misteriosa se hacía visible a pocos. Llegó, pero ese día
no hubo respuestas, no hubo ruido de llaves, ni crujieron las juntas; la
campanilla que colgaba del marco no dio un sonido, ni los ojos del otro lo
invitaron a penetrar. Un gran cartel avisaba que desde el tres de marzo
Simaldock había decidido no salir más a la calle, no ver más a nadie. No
deseaba tener contactos que lo apartaran de su verdadera y esencial motivación.
Sólo estaba dispuesto a contemplar su imagen ante el gran espejo que, limitado
por un vetusto marco de plata, cubría la alta pared del cuarto. Quería
presenciar cómo es el paso del tiempo. Cómo su rostro y sus muecas, todo lo que
era él, lo que se mostraba y lo que se intuía, irían representando el lento
transcurrir de las horas.
Antes de tomar esa decisión final, tan extraña y meditada, Simaldock concibió diversas posibilidades. Pensó en construir una cámara que por medio de un dispositivo mecánico fuera produciendo una serie de fotografías de su persona en distintas poses, fijando esos momentos. También podía resumir sus inquietudes con el registro de una cinta de súper 8 o de una cámara de video, y era probable que un grupo de estudiantes se dispusiera a dibujar infinitos retratos, entonces el tiempo permanecería comprimido en esos variados modelos que de él desafiarían el tiempo. Pero Simaldock no quería depender de lo técnico, ni del arte o de la conducta errática de los aparatos, no iba a ligarse a estrategias que involucraran el exterior. Ellas, por su naturaleza antojadiza, eran capaces de hacerlo abandonar o de alterar de raíz su proyecto. Debía llevar en sí mismo todo lo necesario, ser a la vez espectador y espectáculo. Por más que sus sentidos fueran testigos precarios de la realidad, se atrevió a confiar en ellos y se dispuso, con sus mejores fuerzas, a permanecer el tiempo que le quedara de vida frente a ese gran espejo enmarcado en sempiterna plata, atento a las mudanzas que, por ínfimas que fuesen, acarrea el tiempo en los seres vivos.
Farías no tenía manera de conocer esas especulaciones,
si bien, debido a la relación que había podido establecer con Simaldock, no era
exagerado creer que ese trato le otorgaba los elementos suficientes para intuir
qué estaba sucediendo dentro de ese ámbito clausurado a la mirada del otro. Advertía
signos que, traducidos a los códigos que los amigos habían transitado,
develaban parte del misterio, y cargaban de sentido conductas y anécdotas de
los últimos encuentros, además de iluminar las propias elucubraciones. Por ahí
pasaban las preocupaciones que Farías no debía continuar eludiendo si quería
despejar su mente de ellas.
VII
Se abrieron sus manos y observó que no había nada, sólo el hueco de sus palmas y las líneas que inspiran lecturas a las gitanas. Al no tener entre ellas su libro, cayó sobre la silla anonadado. Pavor y la sensación de licuarse en un espejo de agua, lo debilitaron. Sintió que su cuerpo se disipaba, que su carne iba cediendo peso, que se hundía y a la vez levitaba entre las cosas. En él nacía un temor nuevo del que no tenía memoria. Sus ojos no llegaban a posarse sobre las hojas y ya la cabeza le daba vueltas, se le extraviaba el sentido entre esas cuatro paredes y la ventana que apenas permanecía abierta, como un cuadro al que el artista no le dio la última pincelada.
Miraran sus ojos donde mirasen, no hallaban
reposo y ningún objeto era capaz de trasmitirle mensaje o clave del mundo. Pudo
haber escrito, sobre una gran tela, que la mirada es un puente entre ellos y
nosotros, pero no tenía con qué garabatear esa línea, nadie a quien hablarle y
él no era un poeta, nunca lo había sido. Estaba solo y afuera empezaba a
llover, una lluvia fina iba humedeciendo la ciudad del río inmóvil. Fue
recobrando el dominio. Las cosas volvieron a ser ellas mismas, cada mueble volvió
a asentarse sobre el piso que lo sostenía y él, no supo cómo, apareció ante la
mesa de madera oscura, con la mano izquierda acompañando su rostro, relajado y
a la vez pensativo, mientras sus dedos giraban las hojas del libro.
VIII
Esa combinación de necesidad y de urgencia hacia la lectura, que en alguna oportunidad todos sentimos, la misma que nos llevó a hacer a un lado tareas consideradas impostergables, en Farías comenzó con la misma ingenuidad, pero en él no cedió, hasta transformarse en una compulsión dominante. Absorbió y dispuso del tiempo a su antojo. Ni siquiera cuando se encontraba en la oficina, cubierto de expedientes y formularios, esa fuerza permitía que nuestro lector se sustrajera a su deseo. Ese mandato aplastaba lo que se le opusiera, sin reconocer otras razones por encima de su afán.
Maximiliano lo recibió esa
mañana con una lista de urgencias. Farías asentía con la cabeza a sus
directivas, pero no se evidenciaba ninguna convicción interna que convalidara
ese movimiento pendular. Su jefe lo observó. Tenía una buena relación con su
empleado. Había mutua confianza en lo que cada uno podía esperar del otro, pero
ahora Maximiliano estaba empezando a dudar. Veía a Farías distinto, de alguna
manera era un Farías menos preocupado por pasar inadvertido. Un Farías ausente
que al mismo tiempo empezaba a mostrarse; se estaba tornando en un ser
demasiado tangible. Su ropa no lucía como antes, llevaba arrugas, alguna
mancha; los zapatos no eran los que él se hubiese puesto días atrás para hacer
juego con esos pantalones. Minucias, pequeñas cosas habían ido cambiando, pero
juntas eran más que un detalle y no podían pasar desapercibidas para quienes lo
trataban diariamente.
Alicia también pensó que su
compañero ya no era
ese hombre especial, que por un lado parecía alguien común y que, en
circunstancias, se convertía en un ser distinguido. Alguna vez, no hace tanto,
creyó que él podía ser una buena pareja para su prima. Analía se había separado
dos años atrás, tenía un hijo de seis y no volvió a relacionarse con ningún
hombre. Farías —de quien apenas se sospechaban encuentros informales con una
mujer, con la cual alguna vez se lo vio por la calle—, bien podía condimentar
esa nueva etapa. Pero ahora no sabía, no podía presumir como antes. Y lo más
extraño, para todos, fue verlo entrar con el sobre de cuero negro, abrirlo y
sacar ese libro del que no se separó durante toda la jornada. Entre ellos
fueron susurrándose lo absorto que se lo veía, comentándose que, cuando nadie
parecía mirar, protegido tras la muralla de carpetas que abundaban en la
oficina, él dejaba de lado el trabajo y abría ese volumen que le había generado
una atracción por encima de todo lo que se podía concebir.
Se fue haciendo la hora de la
salida y muy poco de lo encomendado llegó a término. Maximiliano se molestó,
pero prefirió no decir nada. Podía aguardar un día más, tal vez dos, tres días,
para que volviese a la normalidad. Permaneció sentado en su escritorio largo
rato, mirándose cada tanto con los otros hasta que, a la hora en punto, vio que
Farías se alzó, tomó su tesoro, saludó rápidamente y salió de la oficina,
camino a la calle, libre, con una sonrisa en los labios, callado pero seguro.
Al instante, el murmullo se hizo
general, hasta que nadie guardó la compostura y todos se pusieron a hablar
sobre el tema de los últimos días: esa metamorfosis que estaba operándose en el
alma del compañero que, por tantos años, gozaba de movimientos menos erráticos
y más previsibles que la órbita de los planetas.
IX
No le alcanzó la paciencia para
llegar a su casa y entregarse a la obra. Ya en la primera cuadra entró en un
bar y se dispuso a leer hasta que lo alcanzase la noche. La segunda vez que
alzó la mirada para atender lo que el mozo le decía, se descubrió en el espejo
que dominaba la larga pared del local. Esa imagen lo sedujo, después de lentos
e insignificantes años le gustaba ese Farías que sonreía desde el espejo. Ése
era él. Ése era Farías, con su libro entre las manos. Por un momento pensó que
hubiera sido bueno tener a Simaldock cerca, que lo viera; con él sí podría
haber compartido mucho de lo que ahora se agitaba en su cabeza, mientras el
café se enfriaba y los hombres iban y venían, inmersos en cuestiones que no les
atenían. En su silencio, contemplando más allá, atestiguando el ir y venir de
la gente por la calle, se preguntó si existía en el universo un libro capaz de
brindarle un conocimiento claro y distinto acerca de la vida. Si había algún
objeto en este mundo que obrara mágicamente sobre todo aquello que se
relacionara con él, transformándolo al punto de sacar lo mejor de cada cosa, lo
mejor de cada mujer y cada hombre, dejando de lado para siempre ese torbellino
de obsesivos e ínfimos afanes que envilecen la existencia.
Su ambición era cortar con el
flujo de los hechos, poner límite a esa línea que avanza y arrolla con secreto
vigor. Era el deseo de recobrar la libertad, de volver a ser joven, de volver a
ser un niño, de ser el dueño de las horas, de las noches y de los días. Esa
sensación de felicidad de la que no se tiene conciencia y que nos recorre
íntegramente, de los huesos a la sangre. Se le figuró el destino de un hombre
que abandona la ciudad para habitar una isla, sin saber si la isla es un
desierto, un manantial o ambas cosas. Y hoy ese hombre podía ser él mismo,
quien buscaba, desde lo más íntimo, fugarse de todo lo que le estorbaba y se le
presentaba como inútil y falaz.
Cerró con lentitud las páginas
del libro y se marchó. Lo esperaba un dilatado insomnio de horas, lagunas donde
se diluye cualquier pasado y toda memoria con los que el hombre llega a ellas.
X
Dejó de encontrarse con su
única amistad sexual de los últimos años. Transcurrieron semanas y fue de
excusa en excusa. Ella supuso la aparición de otra mujer. Con miedo y hasta con
un lloriqueo, que jamás creyó que Farías iba a provocarle, llegó a implorar que
continuaran viéndose. No comprendía qué era lo que la llevaba a actuar de ese
modo por un hombre con quien nunca se vio más de dos veces en el lapso de un
mes. Algo en ella le decía que lo perdía, que no era por otra, pero que lo
perdía y para siempre.
El martes por la mañana, cuando Alicia le
avisó a Farías que era ella quien estaba en el teléfono y él se negó por
segunda vez a atenderla, todos supieron que la mujer no volvería a intentarlo y
que ese corte era una herida que calaba más hondo de lo que una relación por sí
sola produce. Para un solitario, la presencia de una mujer, aunque no tuviese
la frecuencia de lo cotidiano y que la pasión no se hiciera un lugar entre ellos,
siempre era tierra firme. El mundo podía tejer su dibujo, tener sus colores y
sombras, pero sin ese mojón mucho de lo que se mantenía a flote caía en un
cenagal, donde no se distinguía la cabeza de un águila de la esfinge de un
dios.
Se sintió observado, Eduardo y Maximiliano,
desde un rincón, permanecían atentos a él. Se molestó con esos fisgones que se
entrometían en lo que no les importaba, chusma que no tiene en qué consumir su
vida y se mete a hurgar en la de los otros. Era una vieja historia que se
reiteraba. Se distrajo, pero volvió en cuanto pudo a la lectura. No quiso darle
lugar al enojo, aunque fue en ese momento cuando comenzó a pensar, con mayor
firmeza, que sus tiempos en ese ámbito iban llegando a su fin, que no iba a
poder mantenerse por mucho más en esa doble existencia, en la que desde un mes
atrás se manejaba. No soportaba dejar de leer, apartarse del libro que ya era
más su cuerpo que su propia carne. Recordó el vino, el cáliz y la hostia de la
misa. Una alquimia en él había transformado cada letra en vida y ese brío,
atizado por la constancia y la entrega, ahora exigía más.
XI
Lo fascinó la idea de un mundo
distinto al real, un mundo hecho de literatura, un mundo de palabras, frases y
adjetivos y, al ponerse a meditar, la misma pretensión de realidad y ficción se
fue haciendo viscosa e inútil hasta diluirse, a semejanza de la gota que invade
el mar y pierde la sustancia.
Ese día Farías fue consciente de
que eso era lo que había perseguido durante su existencia, aun cuando ni
siquiera supiera que estaba detrás de algo. Eso era alcanzar el punto en el que
su vida pudiera detenerse ante un gran escritorio, plagado de libros y papeles
y, en medio de un altísimo silencio exterior, fuese suspendida cualquier otra
tarea ajena a la lectura, al estudio continuo e indefinido de extraños textos
que lo fueran transportando a ese universo del que hace poco ignoraba todo. Un
gran escritorio abrazado por libros y un silencio pleno, ajeno a las voces del
mundo.
Sin la primera incursión en ese
estado, si Farías no hubiera tenido la imagen de un libro absoluto, sin ese
concepto fundamental, no hubieran sido posibles las diversas percepciones de
otros tantos volúmenes, con los que iba a ir topándose tras esa adquisición
inaugural. Aquel absoluto era independiente de las probabilidades que albergaba
y que al mismo tiempo excitaba en él. Farías comprendió que debía poseer las
fuerzas y la claridad de un filósofo para dedicarse a la tarea que atisbaba y
que sólo iba a ser capaz de concluirla si su corazón latía como el de un poeta.
Luego de las semanas iniciales, donde todo lo
que se interpusiera entre su libro y él era motivo de molestia y apatía, fue
percibiendo que sus sentidos iban siendo más dúctiles. Apreciaba el sabor de
las uvas y manzanas con una frescura y espontaneidad inusuales, se deleitaba
con el café y el vino, sus manos eran más hábiles con la seda. La calidad de
los géneros y el corte de la ropa no le eran ajenos. Sus oídos recibían con
distinción el abanico de sonidos que no cesaba a su alrededor. Era selectivo de
una manera que jamás había imaginado. Parecía un director de orquesta que va
por las calles y avenidas sin que se le escape una nota. La afinación de los
pasos, las voces y el ruido de los motores, los detalles que llevarían su obra al
logro más elevado o a un fatal fracaso. Olores que procedían de las casas,
negocios y talleres, aromas de primavera que invadían la ciudad, fragancias y
perfumes que acompañaban a Farías en sus caminatas: nada pasaba inadvertido.
Era otro hombre este Farías que aceptó con
alegría la licencia que le sugirió Personal. A partir del último día en que
concurrió a la oficina pudo soltarse, ser él, caminar, leer y pensar sin que
ninguna efímera obligación lo distrajera. Se quedaba hasta la madrugada sin
tener que estar contando las horas de sueño que tenía por delante. Sólo un
detalle previo, un pormenor, pudo hacer que su libertad tambaleara.
XII
La última vez que asistió al
trabajo encontró que en su lugar nada había permanecido como él lo dejó la
tarde anterior. El escritorio estaba movido, las carpetas y papeles mezclados,
el pequeño florero vacío y sus pertenencias dentro de una bolsa. Lo curioso fue
que ninguno de sus compañeros aceptó ser el responsable de ese alboroto. Todos
lo signaban a él como el que obró tales cambios y, en la conversación que tuvo
con el gerente, ante sus quejas por tal hecho, esa negación de su
responsabilidad fue uno de los principales argumentos que la autoridad esgrimió
para aconsejarle que se tomara vacaciones. Éstas podrían prolongarse hasta una
licencia sin goce de sueldo, si le parecía necesario.
Pasó el día meditando acerca del curso que
habían tomado los hechos. El camino se despeja por la senda más oculta. Era
extraño, lograba lo que deseaba estimulado por las mismas personas que él
consideraba que iban a negarle esa libertad que ahora se dibujaba al alcance de
su mano. De un día a otro iba a poder gozar de todo su tiempo en compañía de El
libro de las Innumerables Páginas. Un ruido lo distrajo y se vio
escribiendo, garabateando sobre una página en blanco, nombres y situaciones que
no sabía de dónde provenían ni quién las animaba. Contempló a los demás. Ellos
continuaban con sus tareas a un ritmo inalterable. Parecían obreros en los años
de la revolución industrial, simulando máquinas, artefactos. No iba a
confiarse. Si alguno había percibido algo, no se lo diría; si había llamado la
atención del resto con algún gesto, jamás lo sabría. Tal como venían las cosas,
podía haber gritado y no advertir lo que había hecho. Mucho de lo acontecido en
esta temporada no tenía explicación, de alguna manera él accedió a ello; tuvo
que tolerar con resignación y cierta esperanza la historia que se iba
desplegando y le reservaba a él ese protagonismo en apariencia ingenuo.
XIII
Ya entrada
la noche regresó de la caminata de esa tarde. Cuando se fue acercando a la casa
algún pasaje se le figuró vidrioso, alguna calle se fue convirtiendo en extraña
y la numeración se tornó indescifrable. Su conocimiento de años se iba
desvaneciendo, era como si un edificio, una fortaleza que había sabido
resguardar un orden distinto, un orden que había dejado de ser el vigente, se
derrumbara en medio de un silencio y desdén absolutos. Y en su interior no
había sitio para el horror, ni el miedo; no era el caos lo que se avecinaba,
era caos lo que quedaba atrás y para siempre.
Entró
despacio, como si no deseara molestar a nadie. Entró preso de una delicadeza no
habitual en quien anda entre sus cosas, y dejó el libro junto a otros libros
que se acumulaban sobre la mesa y otras superficies. Acomodó un bloc nuevo
junto a una lapicera virgen, abrió la cama y, después de separar las sábanas,
apagó la luz del velador.
Luego de
algunas horas de sueño, la madrugada lo descubrió ante las hojas de su primer
cuento, otorgando nombres, padeciendo situaciones, fundando ciudades y pueblos,
erigiéndose creador. Se secó el sudor de la frente y sonrió entusiasmado. Abrió
la boca para decir un nombre y lo dijo, lo pronunció con decisión, aceptando la
complicidad del destino, saboreando cada letra, y en la alta noche continuó
escribiendo hasta que llegó el amanecer. La ventana permanecía abierta de par
en par.
Héctor Alvarez Castillo
Villa Maipú, octubre de 2001
(Versión definitiva del cuento: "Metamofosis", aparecido en el libro homónino.)
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