lunes, 24 de noviembre de 2014

Y la fama es puro cuento



Primera Parte
del Ensayo 
que integra
el volumen
Homenaje a
Marco Denevi

Escribe:
Héctor Alvarez Castillo



  “Por ello, nada debemos procurar tanto como no seguir, a modo de ovejas, el rebaño que va delante, yendo no a donde no hay que ir sino donde van todos. Y en verdad, nada nos enreda en mayores males que el atenernos a los rumores, en la creencia de que lo mejor es lo aceptado por consentimientos de muchos, y el seguir los ejemplos más numerosos, siguiéndonos, no por la razón, sino por la imitación de los demás”

Séneca
“A Galión. No debe seguirse la opinión ajena”


I

  Una mañana de domingo, quizá en mi primer verano como vecino de Sáenz Peña, salí de mi casa recorriendo el barrio. Terminé de hacer las compras en una panadería a la que aún sigo yendo, en la esquina de Avenida América y Mosconi, la antigua panadería ahora denominada: Swiss. Doblé por Mosconi hacia Pastorino, despreocupado. Por el sol quizá tomé por la vereda contraria a la de mi casa, que está sobre la misma Pastorino, tres cuadras más adelante. Recuerdo aún que no iba pensando en nada de importancia. Y de pronto atiné a leer una inscripción labrada sobre una placa de cerámica policromada, en el frente de una casa de dos plantas, con una puerta de madera trabajada y corredores de pasto hacia ambos márgenes de la construcción, que se ubicaba en el centro del terreno. Una inscripción que me sacudió. Sentí la emoción de un niño, la conmoción íntima y profunda que nos trasmiten pocas experiencias en la madurez. En la placa decía, simplemente: “En este solar nació y vivió el escritor Marco Denevi”, y debajo aparecía la silueta enmarcada del escritor.
 
Me quedé por instantes contemplando la casa con un atisbo de alegría y veneración. Deseaba con mis ojos recorrer los cuartos, ver aquello que se niega a la vista. Ahí se había escrito Rosaura a las diez, ahí se habían escrito: Ceremonia secreta, Falsificaciones, El emperador de la China y otros cuentos. Entre esas paredes, en ese jardín, en esas baldosas gastadas, ahí, ahí mismo, había vivido y creado Marco Denevi, y yo pasaba por ese solar despreocupadamente, con una bolsa de compras llevando el pan del mediodía, hasta que me sacudió ese descubrimiento fortuito. Me quedé contemplando la casa. No tengo práctica ni creencias religiosas, pero ese sitio se acercaba a lo sagrado. Esa casa, esa construcción –que se me hizo bellísima y única– no era una casa más en el barrio. Era la casa privilegiada, a la que ninguna podría jamás acercarse en valor ni sentimiento.


  Mis dos hijos varones eran pequeños en esos años, pero recuerdo que cuando regresé a mi hogar comenté emocionado esa vivencia, y luego con orgullo y fascinación lo relaté a mis amigos en más de una ocasión. Aún hoy, cada vez que paso por esa vereda o miro desde la esquina, mantengo en mí la misma admiración hacia ese templo laico que me regaló este pueblo de Sáenz Peña.



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