domingo, 23 de noviembre de 2014

Crónica del hombre temporal






Un cuento de

Juan José Delaney 



Aunque en nueve meses se puede construir una vida humana, setenta años necesitó ese individuo para llegar a la inevitable cuestión relacionada con su origen y fin. Tirado en una cama, las muchas lecturas que en otros tiempos un poco lo habían iluminado contribuían ahora a que se viera envuelto en planteos que convivían con pesadillas y noches de tormento. Lo que sentía era la implacable desesperación que se experimenta cuando lo finito no puede abarcar lo infinito. En tal situación, no pocas veces se soñó en el desierto, pensando: si tengo sed es porque existe el agua. 
Lo internaron.
Las dos primeras semanas los galenos sucumbieron en su tentativa por dar con el nombre del mal que le impedía desplazarse, animar una conversación, contribuir, en fin, a la gran tragicomedia.
El amplio pabellón y sus moradores, le eran ajenos. Sus ojos, sin embargo, parecían querer comunicarse mediante un lenguaje aún no del todo divulgado.
Cierta noche de verano su aparente indolencia cedió a la furiosa tormenta que se desarrollaba en zonas secretas de su ser: “¡Eso, que lo crucifiquen! –bramó– ¡Que lo crucifiquen!”. Otras voces despertaron: “¿Quién es?”, “¿Qué pasa?”, “Es el viejo”, “¡Que vengan los enfermeros!”. Y mientras un hombre de blanco le aplicaba una inyección, el hombre disfrutó viendo a Jesús cargando el madero, rumbo al Gólgota.
No muchas noches después, y aunque pocos lo sabían, acompañado de una mujer, el hombre asistía al estreno de una obra cuyos versos esenciales aseguran que toda la vida es sueño… y los sueños, sueños son. Al tiempo que los españoles de 1635 aplaudían a don Pedro Calderón de la Barca, empezó él a revolcarse en la cama profiriendo gritos alucinantes motivados por lo que acababa de presenciar y escuchar. “Dejen dormir” –gritó el de la última fila. “Es de nuevo el viejo”, “Que se lo lleven, está loco”. Otro calmante y enérgicas incitaciones al silencio reestablecieron la aparente paz.
Morían los días y con ellos la esperanza de superar el síndrome. Mientras, él vagaba por geografías remotas, pronunciando palabras incomprensibles.
Gente diversa solía ir a visitarlo y él –desde su prisión espacio-temporal– los despachaba con impasible mirada y alguna que otra seña carente de sentido. Una vez, durante el curso de una tarde especialmente calurosa, pareció indicar a sus ocasionales visitantes que cerraran las ventanas porque él sentía un frío insoportable. Sus compañeros de travesía también, pero hacían lo indecible para enfrentarlo porque desfallecer equivaldría a traicionar el orgullo de Francia que ahora, a las órdenes del enorme Napoleón, invadía territorio ruso. Ya se habían ido las visitas cuando el de la cama de al lado sintió el crujir de los dientes y se levantó para cubrirlo con una manta.

El primero en darse cuenta fue el de enfrente. Vio en el piso algo así como hojas semitransparentes que bailaban animadas por la corriente de aire que atravesaba de punta a punta el descomunal dormitorio. Mirándolas bien, parecían las sucesivas cáscaras de una cebolla. Ese mismo paciente vio al viejo cuando se acomodaba en la cama y advirtió, entonces, el brazo casi en carne viva. “¡Se le está cayendo la piel, se le está! ¡Llamen al dotor, al dotor!” –exclamó.
Alguien de blanco decidió el traslado. Mientras eso ocurría, el hombre atenuó su dolor con la certeza de que, bajo el mando del entrerriano, había contribuido a la destrucción de Juan Manuel de Rosas y su horda. 
La última noche (la primera) fue la más intensa. Descontrolado el asunto de la piel, se encontró amarrado a un poste inserto en medio de un mar cuyos límites se asomaban al infinito. Una balsa se le acercaba desde hacía muchísimos años, estimó. Pudo distinguir entre los náufragos caras más o menos conocidas para él: sus amigos, algún pariente, sus hermanos, acaso sus padres, todos los cuales, fluctuantes, se convertían en desconocidos. El color del mar era rojo y contrastaba con la amplitud del cielo amarillo. Aquellos navegantes silenciosos se arrimaron para desatarle las ataduras. Libre, advirtió que la oscuridad ganaba la escena y que su vestimenta se desintegraba; inmediatamente lo mismo ocurrió con su piel, sus vísceras y órganos… No percibió el rutinario trabajo de las enfermeras que cubrían los restos de un anciano de perpleja mirada por quien se ruega no enviar flores.




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