sábado, 30 de enero de 2016

De Hernández y Coronado a nuestros días



Estudio preliminar 





  Los historiadores nos cuentan que el actual Partido de General San Martín tuvo sus orígenes en la década del treinta, durante el auspicioso siglo XIX. El entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires, en 1836, funda a instancias de Félix Ballester el pueblo que los lugareños bautizaron “Santos Lugares de Rosas”, en honor del llamado, entre otras cosas, Restaurador de las Leyes y en combinación con un primitivo asentamiento de monjes franciscanos.
  La extensión del partido –creado oficialmente el 3 de febrero de 1864– varió con los años. Su trazado en los comienzos abarcaba los actuales barrios porteños de Villa Devoto, Villa Pueyrredón, Villa Real y Agronomía, pero luego de la federalización de Buenos Aires, el partido pierde dominio sobre esas tierras y, en compensación, se le ceden las localidades hoy conocidas como: Ciudadela, José Ingenieros, Santos Lugares y Sáenz Peña. En 1959, con la creación del Partido de Tres de Febrero –desmembración del de San Martín–, llegamos a la forma y alcance que actualmente tiene. Luego de tantos avatares, batallas y modificaciones, que hacen a la geografía política y humana, los sitios donde se dieron la batalla de La Chacra de Perdriel, la firma del pacto con las potencias invasoras, tras la Batalla de la Vuelta de Obligado, y la Batalla de Caseros, fueron separados de su comunión original.

  No son antojadizas estas menciones históricas, porque esta antología –un intento parcial de reunir en pocas páginas a dos nombres esenciales de nuestras letras, con dos escritores de una obra notoriamente menor– tiene, justamente, como punto de coincidencia no sólo la literatura, sino el lugar de nacimiento. Tanto José Hernández como Martín Coronado, Luis Manuel Noseda y quien escribe este estudio, en el momento en que nacieron lo hicieron dentro de los límites del Partido de General San Martín.
  No obstante, aclaramos que la condición de nacer o no en un ámbito físico no es decisiva –sólo un provincialismo obtuso puede rebajarse a eso– para ser parte de una antología que dé una muestra de la producción artística generada en un sitio, pero hay otros criterios o condicionamientos que sí están presentes en esta compilación. Primero, se intentó exhibir distintas épocas históricas y periodos literarios, de ahí la diferencia de los autores desde lo generacional a los estilos y géneros propuestos. En nuestra pauta, elegimos pocos autores y una muestra solvente de su obra. No muchos autores –en contraposición– y una muestra ínfima de la producción de ellos. Y si hay una deuda evidente –la no incorporación, por ejemplo, de Marco Denevi y Ernesto Sabato– esto se debe al tema de los derechos de autor, escollo que no presentaban José Hernández ni Martín Coronado.
  Una vez que hemos aclarado estas cuestiones, es tiempo de dedicarnos a los escritores convidados a la cita: De Hérnández y Coronado a nuestros días.


José Hernández


  Hablar de José Hernández (1834-1886), es mencionar a uno de esos monstruos únicos que dio el siglo XIX a nuestra patria. Y quizá haya que remitirse al juicio de Enrique Herrero –por más que a algunos moleste– para una consideración acorde a la dimensión de aquellos protagonistas:




  “Frente a su originalidad, ¿qué son, hoy, los escritores argentinos contemporáneos de este coloso?: Él, su adversario político Sarmiento. ¡Y telón!”

  Leopoldo Lugones (1874-1938), luego de un memorable ciclo de seis conferencias dictadas en el Teatro Odeón de Buenos Aires, a las que asiste el mismo Presidente de la República, Roque Sáenz Peña (1851-1914), y todos sus ministros, prepara para la edición ese estudio que abrirá aguas: El payador, 1916. En diez capítulos eleva a poema épico nacional la obra mayor de la poesía gauchesca, en evidente conflicto con la tesis sarmientina que aparece en Facundo. El gaucho es el civilizador natural de la pampa, no la expresión de barbarie que otros veían en este sujeto social nacido de la mezcla de lo indio y lo español. Lugones, en su comprensión, desde una visión social de la literatura y literaria de lo social, supera el esquema de Sarmiento. Desde El payador, las Letras argentinas han legitimado a la creación de José Hernández con la sapiencia y la generosidad que el Martín Fierro merecía.

  Borges –primus inter pares, gracias en buena medida a la crítica internacional– reconoce no sólo en su ensayo sobre el poema el sitio privilegiado que alcanza este canto épico, sino por el lugar que le da al Martín Fierro como obra inspiradora de algunas de sus mejores ficciones. Lo gauchesco es el género creado en el Río de Plata, y la obra de Hernández, donde la llanura no se nombra y la melancolía es paisaje interior, el cenit de ese género.
  Nada vamos a agregar sobre este poema en dos partes, escrito al vértigo de la pluma, rumiada consciente o inconscientemente por años. Por eso nuestra búsqueda de textos tomó otro sendero. La antología Vida de “El Chacho” y otros escritos en prosa, realizada por Noé Jitrik para el Centro Editor de América Latina, en el año 1967, nos ofrece interesante material para conocer su pensamiento. Fuimos tentados a incorporar en este volumen más de un texto de los que allí figuran, pero consideramos que este título de la colección Capítulo aún es fácil de hallar en nuestras librerías de viejo o en bibliotecas, por eso, en buena parte, optamos por “Carta que el gaucho Martín Fierro dirige a su amigo Don Juan Manuel Blanes con motivo de su cuadro ‘La treinta y tres orientales`” y por “El peligro de la oposición”.
  Este artículo es propio de una lucidez que no se desvanece en el tiempo, su actualidad en nuestra patria es constante. Parece escrita hace semanas, en el día de hoy. Su prosa ágil, el tono polémico al tiempo que esperanzado, hacen que merezca ser rescatado de cierto olvido. Publicado en el periódico El Río de la Plata –órgano de prensa creado en 1869 por Hernández, vehículo a través de sus editoriales y notas de sus ideas políticas y sociales, fue recuperado por Enrique Herrero en la obra Prosa del autor de Martín Fierro, 1944; volumen preparado para la Editorial Futuro.
  Algunas consideraciones realizadas por este estudioso son coloridas e interesantes. Además de señalar que la obra de Hernández nace de su vida y está al directo servicio de sus ideas, lo compara con el autor de Hojas de hierba:

  “Es demócrata, sencillo, cordial, trabaja y sufre sin empaque, mirando y oyendo a todos, aprendiendo de todos, y dándose a la vida y recibiéndola cotidianamente: la actitud de Walt Whitman.
  El poeta americano del norte y el del sur, pueden decir con palabras de éste: “Todo el mundo es escuela”, y asegurar de su obra: “Éste no es un libro hecho con otros libros”. Coincidencia sugestiva. Ambos, artistas plenos, devuelven a todos los que de todos han bebido y devorado –¡y con qué sed, con qué hambruna de gigantes!”

  Sobre el extenso poema “Carta que el gaucho Martín Fierro dirige a su amigo Don Juan Manuel Blanes con motivo de su cuadro ‘La treinta y tres orientales`”, es propicio citar a Dardo Cúneo, en el prólogo a su compilación: Los otros poemas, de José Hernández, editada por Américalee en 1968:

  “Rojas informa que el historiador uruguayo Plácido Abad supone que apareció en El siglo montevideano entre 1879 y 1880, la estrofa, el lenguaje y el ritmo, hace constar Rojas, son los mismos del Martín Fierro y si éste consta de treinta y tres cantos, la composición tiene treinta y tres estrofas.”

  Sin detenernos en esta cifra que puede remontarse, incluso, al treinta y tres bíblico, sabemos de la constante atención de Hernández hacia lo que sucedía en ambas orillas del Río de la Plata. En 1864, su hermano Rafael había defendido la ciudad de Paysandú –de donde, herido en una pantorilla y disfrazado de lechero vasco, puede escapar del exterminio organizado por Venancio Flores. Él debe mal conformarse con ver las acciones desde la isla Caridad, en suelo argentino; desde allí presencia ese verdadero inicio de la mayor masacre en Sudamérica, la Guerra del Paraguay o Guerra Guasú.
  Ése era este poeta misional, en palabras de Cúneo, de un nacionalismo de base popular, el poeta mensajero del genio espontáneo de su país y sus paisanos. Y, como también señala este estudioso, en esa fragua social se genera lo que legitima la perduración literaria. Hernández –que nunca pudo en otras expresiones poéticas acercarse al Martín Fierro, sino sólo remedarlo en estilo y ritmo– convoca a su mayor personaje en este homenaje y diálogo con Juan Manuel Blanes (1830-1901), el enorme pintor de la historia no sólo uruguaya, en una de sus mayores obras, junto a “La paraguaya”.
  Pasan los años, las décadas y los siglos, poco cambia, sólo las formas de la modernidad y cómo se expresa y muestra el dominio. Mientras que los políticos obren en vista del poder y no del bien de su pueblo, cada día sumarán más poder, sobre una sociedad más pobre y sojuzgada.
  Entendemos que en la carta en verso que sumamos a esta antología, tanto como en el artículo mencionado, están vigentes los juicios de Herrero. Nos despedimos con ese aire criollo de esta cita con Hernández:

  “Porque la evidente utilidad de su libro, capaz de “levantar el nivel moral e intelectual de sus lectores”, hincha de noble satisfacción su amplio tórax de buen hombre tan campechano, tan conversador, tan curioso de conocer hombres (el conocimiento más importante), tan sin parada… Y por eso mismo tan auténtico, tan hondo artista.”


Martin Coronado


En este tiempo, percibo que nadie o sólo algunos saben quién fue Martín Coronado. Menos de un siglo bastan para que aquel primer nombre de nuestro naciente teatro desaparezca de la frágil memoria de los argentinos. En el porteño Teatro General San Martín, uno de sus principales salas lo recuerda. Una estación de trenes del Ferrocarril Urquiza –el barrio donde estaba su casa, hoy demolida– fue bautizada en su homenaje. No mucho más. A la hora de enriquecer nuestra toponimia, somos sistemáticos reincidentes en un puñado de próceres, a los que actualmente cierto fanatismo quiere sumar algún personaje que recién cruzó la línea de la posteridad. Nosotros trataremos en este modesto estudio de alterar, según posibilidades, ese rumbo.
  Es difícil sumar alguna novedad a las contribuciones que realizaron, sobre este autor, distintos investigadores, entre los que se destaca Raúl Castagnino. Castagnino durante décadas y a través de distintos libros, artículos y estudios, fue exhaustivo en su acercamiento a la vida y a la obra de Coronado. Tal dato, sumado al escaso espacio que disponemos, nos decidió a fijar nuestra atención en su obra lírica y que sea ella la invitada a integrar esta obra. Desde los inicios del siglo XX, no cuenta con una debida divulgación. Consideramos que esta breve antología sobre sus poemas es una oportunidad no sólo de homenaje, sino de rescate a ese lírico que, cuando ingresó como dramaturgo en el mundo del teatro, llevó sus versos a las obras que le darían su sitio en nuestras Letras.

  Rafael Alberto Arrieta en el capítulo “La poesía en la generación del ochenta”, de la Historia de la literatura argentina, editada por Peuser en seis tomos, nos recuerda las primeras apariciones públicas del joven poeta cuando junto a su entrañable amigo Rafael Obligado (1851-1920) y Eduardo Holmberg (1852-1937), fundan en julio de 1873 la Academia Argentina de Ciencias y Letras. Entusiasta iniciativa que dura hasta fines de esa década. En ese año la casa editora Coni publica la colección original de sus Poesías, posteriormente aumentada. Una época con jóvenes de ambiciones generosas. Para esta tarea nosotros pudimos dar con la edición de 1904 de Poesías, impreso por Cabaut y Cia. Editores, en Buenos Aires.
  La poesía sentimental fue un género al que este escritor no cesó de prestarle atención durante su vida. Los temas del amor idealizado, el fervor patrio, junto a la fe religiosa, obtienen un tratamiento propio de la época. Ninguna transgresión ni un ir más allá en la estética o una cadencia del verso aceptada. En ellos se delata la influencia del siglo de oro hasta Espronceda. Esos fueron los atributos de la entonación y la voz íntima de este poeta. Es interesante reconocer que en esa misma década –y en la misma zona geográfica– Hernández estaba escribiendo la primera y segunda partes del Martín Fierro. Y no podemos soslayar que el escritor nace y se desarrolla en un periodo, en los centros urbanos, de predominio de la influencia francesa, a la par del influjo de las Rimas de Bécquer y las traducciones de los poemas de Heinrich Heine.
  Se percibe la juventud del poeta al momento de la escritura en la mayoría de sus piezas líricas. Trasmite una visión pura al tiempo que ingenua, una melancolía sin conflicto ni atisbo de rebeldía. La tristeza y la queja amorosa fluyen en la aceptación de un orden superior que contiene el universo del poeta. Estas notas restan profundidad, hay un límite en el decir que no puede infligirse. Esta visión de la realidad es expresada no sólo en los sentimientos de los seres humanos, sino a través de la recreación de ellos en elementos de la naturaleza: el paisaje, la pampa, el desierto, el viento, los ríos, los árboles, las olas, los pájaros, son albergados en su lírica. Recursos que, sumados a la incorporación de temas históricos, son propios del romanticismo. En sus poemas más extensos –que no hemos seleccionado– el sentimentalismo diluye en su demora el ímpetu poético, los lugares comunes rebajan la calidad del verso.
  No incluimos “Siempreviva”, uno de sus poemas más renombrados, fácil de hallar en las antologías, pero sí “Tula”, poema en el que Coronado se permite la expresión de un erotismo que contrasta con el resto de su obra, donde el romanticismo se amolda a formas de decir y temáticas ganadas por la contención, contaminados por el desdén o el silencio, propios de esas décadas. Y sin adentrarnos en el comentario sobre cada poema, señalamos que “A la sombra del laurel”, 1873,  es un fiel ejemplo de su capacidad de dramatización con medios que hacen a la lírica, llevada, como sabemos, en su posterior teatro al punto más alto de su escritura. Algo semejante apreciamos en “A la luna”.


  Por otra parte, cuando reflexiono acerca de la obra de un autor del pasado, no dejo de lado un inteligente comentario de Abelardo Castillo, a propósito de una crítica habitual que se hace al estilo de Roberto Arlt. Ante los reclamos que enuncian que Arlt no escribía bien, Castillo –rápido de reflejos– nos interroga sobre la escritura de sus contemporáneos. Cuando evalúo la poesía de Coronado, hija de su época, percibo que nuestra mirada actual –para lo que era el parnaso argentino en ese entonces– puede ser injusta sino atendemos a esa historia literaria que estaba en sus inicios y era hija de influencias. Hasta Enrique Banchs, quizá no tengamos un poeta capaz de trascender su época y llegar hasta nosotros con una obra de valor inobjetable, a no ser José Hernández, nunca superado en su terreno.
  Mucho cambió desde la reunión en 1873 de las poesías de Coronado. Los usos poéticos imperantes desde el modernismo y otras corrientes, que comprenden la canción popular, renovaron nuestra producción lírica a un ritmo acelerado. Un ejemplo es la sencillez en la expresión y el encanto poético de las letras de Alfredo Le Pera, musicalizadas por Carlos Gardel. Esas letras merecen ser reconocidas cuando se habla sobre nuestra literatura, más allá que este escritor haya nacido en São Paulo. En la literatura de vanguardia, tenemos Fervor de Buenos Aires, 1923, con la aparición pública de un poeta joven y talentoso que transgrede el canon aceptado. Y con impulsos al menos semejantes aparece en Francia, 1922, la primera colección de Oliverio Girondo: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. Es la poesía que se abre camino por encima de la retórica de su época. Y cuando ubicamos en esta trayectoria a Coronado, entiendo que vale una compresión integradora. La sencillez y el criollismo que alentó no sólo su obra, sino la de sus contemporáneos, con la llegada de las nuevas corrientes y la inmigración, evolucionará hacia lo que fueron los puntos más altos de la literatura argentina del siglo XX.

  Y, en justicia, no podemos excluir la mención a su teatro. En su obra dramática –de trasnochado romanticismo– el lirismo, en ocasiones, se impone a lo propiamente teatral. Más de veinte obras dramáticas, la mayoría: versificadas y estrenadas en vida, lo instalaron como el padre de nuestro teatro nacional, desde el estreno de La rosa blanca hasta su último éxito: La chacra de Don Lorenzo, segunda parte de La piedra de escándalo. Hacia el final de su carrera, voces críticas emitirán juicios de valor distinto. Por el lado de Juan Pablo Echagüe, tenemos que su obra no evoluciona, transformándose en un ejemplo de anacronismo literario. García Velloso, desde otra perspectiva, escribe: “… el canto del poeta, y el aletazo romántico y la musa ingenua y sentimental sacuden a las muchedumbres.” Si bien, se impone, por su equilibro e integridad, la síntesis que nos deja en su obra Martín Coronado, Raúl Castagnino:

  “Coronado goza de gran prestigio y se coloca en lugar significativo dentro de la historia de las letras argentinas, porque es el romántico precursor que en el siglo pasado estrenaba dramas a lo Echegaray; porque escribió con sabor vernáculo la obra más popular de la escena criolla en las décadas iniciales del siglo presente; porque hay continuidad en su labor dramática; porque es asidua su presencia en los escenarios y porque deja una producción, dispar sí, literalmente pobre, pero de noble intención y dignidad artística.”

  Cuando estaba cerca del medio siglo de vida, ocurre un cambio notorio en su popularidad. José Podestá –con resistencias iniciales de Coronado– estrena en el Teatro Apolo: La piedra de escándalo, que significará su consagración pública. En palabras de Roberto Giusti:

  “La piedra de escándalo fue largo tiempo la obra más popular y representada del repertorio dramático rioplatense. ¿En qué residía su novedad? Tal vez en la oportuna sustitución del campo abierto y bárbaro del dramón gauchesco, cuyas repetidas truculencias ya resultaban monótonas, por la chacra civilizada, y del gaucho de chiripá y facón por el paisano de bombacha; tal vez en el verso octosílabo, que se levantaba por momentos a cierto cantante lirismo, grato al oído y el corazón de un público no muy exigente. Versos que pasaron algunos en seguida al cancionero popular.”


El suyo era un teatro que descendía de la escena española, caracterizado por la repetición de esquemas y situaciones. Sus argumentos parecían ser calcos de una misma historia, donde la concepción determinista en la creación de los personajes no permitía la evolución en los caracteres. Pero con estos elementos, sumados a una notable versificación, Coronado había encontrado la llave del éxito popular. Giusti expresa tales atributos con estas definiciones:

  “La versificación, en el octosílabo de romance o de redondilla, es fluida y generalmente correcta. En algunas escenas el lenguaje dramático, directo y familiar, tan vecino de la prosa si se le quita la rima, es realzado por imágenes y frases líricas en que se reanima el estro romántico del poeta de Siempreviva.”


  Agregando más adelante:

  “El dramaturgo hizo escasas concesiones al habla popular del Plata. Es la suya una dicción de poeta urbano; el criollismo de su círculo culto se detenía en las fronteras del lenguaje, de lo que es ejemplo característico el Santos Vega de Obligado, sin atreverse a traspasarlas como lo había hecho Ascasubi, del Campo, Hernández y Leguizamón en Calandria.”

  En su último periodo como dramaturgo, Martín Coronado por un lado indaga otras posibilidades –1810 y Los curiales– y por otro, como en su última obra: La chacra de Don Lorenzo, mantiene la misma línea no sólo estética sino ideológica de su dramaturgia. Esto lleva a que la crítica reciba el estreno de esta pieza con juicios encontrados. Aquellos que en consonancia con Enrique García Velloso eran complacientes con su producción y los que bregaban por un teatro diferente al del autor que había fundado la escena nacional, originada en el circo criollo y el sainete. Recordemos que luego de la caída de Rosas hubo un prolongado vacío de elencos vernáculos.
  El juicio, benigno a un tiempo que abarcador, de Castagnino en nuestra consideración acierta cuando nos dice que supo: “impregnar de aire nativo cuanto salió de su pluma”, agregando más adelante que “en Academias y Círculos estimuló el interés por la formación y definición de una dramática vernácula cuando ni siquiera compañías nacionales existían en el país…”



  Sus obras completas fueron reunidas en ocho volúmenes y comprenden, además de las producciones teatrales, sus poesías y una novela. Por nuestro lado, investigando sobre las publicaciones de Martín Coronado, hallamos como curiosidad un volumen cercano a las 500 páginas: Literatura Americana, editado por Ángel Estrada y Cia. Esta obra y el éxito manifiesto en las decenas de reimpresiones que alcanzó, son muestras del sitial que su prestigio le había deparado. Dividido en dos secciones: Prosa y Verso, la compilación delata la riqueza y variedad de lecturas. La obra de intención educativa, en la advertencia que oficia de prólogo, plantea que la antología –en la que no se incluye– sea expresión del pensamiento de la América hispana.

  Desde niños conocemos, como si se tratará de versos de autor anónimo, estas líneas de Coronado:

“Sobre el alero escarchao
Encontré esta madrugada
Una palomita blanca
Que el viento había extraviao.
Porque es tuya la he cuidao
Con cariño y con desuelo,
Y la cinta color cielo
Con que venía adornada
Al cuello la llevo atada,
Por ser cinta de tu pelo.”

  Las hemos oído y repetido en nuestros primeros años de lector. Esto es testimonio fiel y directo de la presencia del poeta lírico que triunfó como poeta dramático, no sólo en la historia de nuestras Letras, sino en el presente y entre nosotros, historia viva.


Luis Manuel Noseda


Llegamos al momento en que debemos dedicarnos a los dos contemporáneos. Valga para ellos una breve aclaración: con Noseda hemos compartido nuestros trabajos en las obras: Borges–Sabato y Allá en Pueblo Cuento –en este último libro, junto al narrador Cambas Sabaté. En la consideración de que la lectura es la mejor presentación y que los juicios de los lectores están por encima de lo que la parcialidad de nuestras palabras hace manifiesto, nos inclinaremos a lo mínimo o básico. El estar junto a dos apellidos insignes, sin dudas, es perturbador, pero con orgullo y osadía hemos aceptado el reto.

  Luis Manuel Noseda es un escritor y periodista nacido en 1945, en la localidad de Sáenz Peña. La colección de relatos y textos de diverso origen: Memorias de un soñador, ha sido reimpresa cerca de una decena de veces, siendo presentada en una ocasión en la ciudad francesa de Poitiers (2006). Esta obra ha servido de guía para la selección que participa de este volumen.
  Durante décadas integró la redacción de medios gráficos, entre los que figura la revista Gente y distintos periódicos, al tiempo que fundó: Nosotros, Apuntes y Tiempo/82.
  Se destaca en su trayectoria –a la par de su labor intelectual– su desempeño en la función pública, en la que ha cumplido distintos cargos de trascendencia en los municipios de Merlo y Tres de Febrero, y en MUSICAM.
  En esta breve selección es visible la presencia de lo religioso, al tiempo que se percibe un constante diálogo y reflexión desde lo cotidiano.

  Héctor Alvarez Castillo

  Resta hablar acerca de Héctor Alvarez Castillo, y lo mejor es hacerlo desde lo familiar y en primera persona. Mi familia, desde ambas ramas, con la llegada de mis ascendientes desde Italia y España, nunca se alejó demasiado de este mencionado Partido de General San Martín, y en esta parte del mundo comenzó su historia. 


  Mi abuelo materno, en las canchas de San Andrés Golf Club, en 1909, sería el primer argentino ganador del Abierto de la República. Dos años después, su hermano Rodolfo y en la misma cancha, se convertiría en el segundo argentino vencedor del abierto. La vida de la familia continuaba en las localidades de San Martín, donde una de mis dos abuelas llegaba desde Turín en 1902, con sólo cuatro años de edad, iba a dar nacimiento a ocho hijos, junto a Raúl Castillo. Por el otro lado, también en Villa Ballester, se asentaban los Alvarez y la rama de los Della Bianca, Sandrini y Bonalli. Fue por ese destino y cruce de argentinos, con sangre italiana y española, que mis primeros días transcurrieron en la antigua casa a metros de una conocida laguna donde para ese entonces los chicos y jóvenes –entre ellos mi padre– iban a capturar ranas y todo lo que se movía. Años después, con el asentamiento y crecimiento de viviendas humildes, esos terrenos y ese zanjón recibieron el nombre La rana, transformándose en una de las villas más peligrosas de la zona, a un kilómetro y medio de la estación de trenes de Villa Ballester.
  En ese paisaje de mis primeros años, en esa añosa y humilde casa, mi padre siendo adolescente una vez entró hasta la cocina acompañado de un caballo. Eran otros tiempos, cuando no se cazaba pájaros se iba a pescar al río, en Olivos o Vicente López, siendo aún balneario y costanera, con sus aguas que acompañaban esa vida salvaje y espontánea, que hoy ni siquiera permanece en el sueño.
  Esa memoria regalada, junto a mis primeras décadas de vida en Villa Ballester y en el resto del Partido de San Martín, los colegios, los amigos y el Circulo de Ajedrez lindante a la estación de trenes –que sin saberlo me albergó desde el final de la infancia hasta la juventud–, son las vivencias que jamás olvidaré, que enriquecerán siempre mi imaginación. Por eso, nunca mejor elegido para esta antología el cuento: Lo negro y blanco del camino, en homenaje a la Institución mencionada y a esos años y experiencias.

  Es tiempo de la obras, tiempo de José Hernández, de Martín Coronado, de Luis Manuel Noseda y de Alvarez Castillo. Sólo agrego –además del deseo de la lectura por parte de ustedes– que en la retiración de la portadilla, correspondiente a cada escritor, incluimos una breve biografía o líneas esenciales sobre aspectos de la creación de cada uno de los mencionados. Ya sólo resta el encuentro entre el autor, los autores, y su lector.



Héctor Alvarez Castillo
Sáenz Peña, noviembre de 2015

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