Los historiadores nos cuentan que el actual
Partido de General San Martín tuvo sus orígenes en la década del treinta, durante
el auspicioso siglo XIX. El entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires,
en 1836, funda a instancias de Félix Ballester el pueblo que los lugareños
bautizaron “Santos Lugares de Rosas”,
en honor del llamado, entre otras cosas, Restaurador de las Leyes y en
combinación con un primitivo asentamiento de monjes franciscanos.
La extensión del partido –creado oficialmente
el 3 de febrero de 1864– varió con los años. Su trazado en los comienzos abarcaba
los actuales barrios porteños de Villa Devoto, Villa Pueyrredón, Villa Real y
Agronomía, pero luego de la federalización de Buenos Aires, el partido pierde
dominio sobre esas tierras y, en compensación, se le ceden las localidades hoy conocidas
como: Ciudadela, José Ingenieros, Santos Lugares y Sáenz Peña. En 1959, con la
creación del Partido de Tres de Febrero –desmembración del de San Martín–,
llegamos a la forma y alcance que actualmente tiene. Luego de tantos avatares,
batallas y modificaciones, que hacen a la geografía política y humana, los
sitios donde se dieron la batalla de La Chacra
de Perdriel, la firma del pacto con las potencias invasoras, tras la Batalla de la Vuelta de Obligado, y la Batalla de Caseros, fueron separados de
su comunión original.
No son antojadizas estas menciones
históricas, porque esta antología –un intento parcial de reunir en pocas
páginas a dos nombres esenciales de nuestras letras, con dos escritores de una
obra notoriamente menor– tiene, justamente, como punto de coincidencia no sólo
la literatura, sino el lugar de nacimiento. Tanto José Hernández como Martín
Coronado, Luis Manuel Noseda y quien escribe este estudio, en el momento en que
nacieron lo hicieron dentro de los límites del Partido de General San Martín.
No
obstante, aclaramos que la condición de nacer o no en un ámbito físico no es
decisiva –sólo un provincialismo obtuso puede rebajarse a eso– para ser parte
de una antología que dé una muestra de la producción artística generada en un
sitio, pero hay otros criterios o condicionamientos que sí están presentes en
esta compilación. Primero, se intentó exhibir distintas épocas históricas y
periodos literarios, de ahí la diferencia de los autores desde lo generacional a
los estilos y géneros propuestos. En nuestra pauta, elegimos pocos autores y
una muestra solvente de su obra. No muchos autores –en contraposición– y una
muestra ínfima de la producción de ellos. Y si hay una deuda evidente –la no
incorporación, por ejemplo, de Marco Denevi y Ernesto Sabato– esto se debe al
tema de los derechos de autor, escollo que no presentaban José Hernández ni
Martín Coronado.
Una vez que hemos aclarado estas cuestiones,
es tiempo de dedicarnos a los escritores convidados a la cita: De Hérnández y Coronado a nuestros días.
José
Hernández
Hablar de José Hernández (1834-1886), es
mencionar a uno de esos monstruos
únicos que dio el siglo XIX a nuestra patria. Y quizá haya que remitirse al
juicio de Enrique Herrero –por más que a algunos moleste– para una
consideración acorde a la dimensión de aquellos protagonistas:
“Frente a su originalidad, ¿qué son, hoy, los
escritores argentinos contemporáneos de este coloso?: Él, su adversario
político Sarmiento. ¡Y telón!”
Leopoldo Lugones (1874-1938), luego de un
memorable ciclo de seis conferencias dictadas en el Teatro Odeón de Buenos
Aires, a las que asiste el mismo Presidente de la República, Roque Sáenz Peña
(1851-1914), y todos sus ministros, prepara para la edición ese estudio que
abrirá aguas: El payador, 1916. En
diez capítulos eleva a poema épico nacional la obra mayor de la poesía
gauchesca, en evidente conflicto con la tesis sarmientina que aparece en Facundo. El gaucho es el civilizador
natural de la pampa, no la expresión de barbarie que otros veían en este sujeto
social nacido de la mezcla de lo indio y lo español. Lugones, en su
comprensión, desde una visión social de la literatura y literaria de lo social,
supera el esquema de Sarmiento. Desde El
payador, las Letras argentinas han legitimado a la creación de José
Hernández con la sapiencia y la generosidad que el Martín Fierro merecía.
Borges –primus
inter pares, gracias en buena medida a la crítica internacional– reconoce
no sólo en su ensayo sobre el poema el sitio privilegiado que alcanza este canto
épico, sino por el lugar que le da al Martín
Fierro como obra inspiradora de algunas de sus mejores ficciones. Lo
gauchesco es el género creado en el Río de Plata, y la obra de Hernández, donde
la llanura no se nombra y la melancolía es paisaje interior, el cenit de ese
género.
Nada vamos a agregar sobre este poema en dos
partes, escrito al vértigo de la pluma, rumiada consciente o inconscientemente
por años. Por eso nuestra búsqueda de textos tomó otro sendero. La antología Vida de “El Chacho” y otros escritos en
prosa, realizada por Noé Jitrik para el Centro Editor de América Latina, en
el año 1967, nos ofrece interesante material para conocer su pensamiento.
Fuimos tentados a incorporar en este volumen más de un texto de los que allí figuran,
pero consideramos que este título de la colección Capítulo aún es fácil de hallar en nuestras librerías de viejo o en
bibliotecas, por eso, en buena parte, optamos por “Carta que el gaucho Martín Fierro dirige a su amigo Don Juan Manuel
Blanes con motivo de su cuadro ‘La treinta y tres orientales`” y por “El peligro de la oposición”.
Este artículo es propio de una lucidez que no
se desvanece en el tiempo, su actualidad en nuestra patria es constante. Parece
escrita hace semanas, en el día de hoy. Su prosa ágil, el tono polémico al
tiempo que esperanzado, hacen que merezca ser rescatado de cierto olvido. Publicado
en el periódico El Río de la Plata –órgano
de prensa creado en 1869 por Hernández, vehículo a través de sus editoriales y
notas de sus ideas políticas y sociales–, fue recuperado por Enrique Herrero en la
obra Prosa del autor de Martín Fierro, 1944; volumen preparado
para la Editorial Futuro.
Algunas consideraciones realizadas por este
estudioso son coloridas e interesantes. Además de señalar que la obra de
Hernández nace de su vida y está al directo servicio de sus ideas, lo compara
con el autor de Hojas de hierba:
“Es demócrata, sencillo, cordial, trabaja y
sufre sin empaque, mirando y oyendo a todos, aprendiendo de todos, y dándose a
la vida y recibiéndola cotidianamente: la actitud de Walt Whitman.
El poeta americano del norte y el del sur,
pueden decir con palabras de éste: “Todo el mundo es escuela”, y asegurar de su
obra: “Éste no es un libro hecho con otros libros”. Coincidencia sugestiva.
Ambos, artistas plenos, devuelven a todos los que de todos han bebido y
devorado –¡y con qué sed, con qué hambruna de gigantes!”
Sobre el extenso poema “Carta que el gaucho Martín Fierro dirige a su amigo Don Juan Manuel
Blanes con motivo de su cuadro ‘La treinta y tres orientales`”, es propicio
citar a Dardo Cúneo, en el prólogo a su compilación: Los otros poemas, de José Hernández, editada por Américalee en
1968:
“Rojas informa que el historiador uruguayo
Plácido Abad supone que apareció en El siglo montevideano entre 1879 y 1880, la
estrofa, el lenguaje y el ritmo, hace constar Rojas, son los mismos del Martín
Fierro y si éste consta de treinta y tres cantos, la composición tiene treinta
y tres estrofas.”
Sin detenernos en esta cifra que puede
remontarse, incluso, al treinta y tres bíblico, sabemos de la constante atención
de Hernández hacia lo que sucedía en ambas orillas del Río de la Plata. En
1864, su hermano Rafael había defendido la ciudad de Paysandú –de donde, herido
en una pantorilla y disfrazado de lechero vasco, puede escapar del exterminio
organizado por Venancio Flores. Él debe mal conformarse con ver las acciones
desde la isla Caridad, en suelo argentino; desde allí presencia ese verdadero
inicio de la mayor masacre en Sudamérica, la Guerra del Paraguay o Guerra
Guasú.
Ése era este poeta misional, en palabras de Cúneo, de un nacionalismo de base
popular, el poeta mensajero del genio
espontáneo de su país y sus paisanos. Y, como también señala este
estudioso, en esa fragua social se genera lo que legitima la perduración
literaria. Hernández –que nunca pudo en otras expresiones poéticas acercarse al
Martín Fierro, sino sólo remedarlo en
estilo y ritmo– convoca a su mayor personaje en este homenaje y diálogo con Juan
Manuel Blanes (1830-1901), el enorme pintor de la historia no sólo uruguaya, en
una de sus mayores obras, junto a “La
paraguaya”.
Pasan los años, las décadas y los siglos, poco
cambia, sólo las formas de la modernidad y cómo se expresa y muestra el
dominio. Mientras que los políticos obren en vista del poder y no del bien de
su pueblo, cada día sumarán más poder, sobre una sociedad más pobre y sojuzgada.
Entendemos que en la carta en verso que
sumamos a esta antología, tanto como en el artículo mencionado, están vigentes
los juicios de Herrero. Nos despedimos con ese aire criollo de esta cita con
Hernández:
“Porque la evidente utilidad de su libro,
capaz de “levantar el nivel moral e intelectual de sus lectores”, hincha de
noble satisfacción su amplio tórax de buen hombre tan campechano, tan
conversador, tan curioso de conocer hombres (el conocimiento más importante),
tan sin parada… Y por eso mismo tan auténtico, tan hondo artista.”
Martin
Coronado
Es difícil sumar alguna novedad a las
contribuciones que realizaron, sobre este autor, distintos investigadores,
entre los que se destaca Raúl Castagnino. Castagnino durante décadas y a través
de distintos libros, artículos y estudios, fue exhaustivo en su acercamiento a
la vida y a la obra de Coronado. Tal dato, sumado al escaso espacio que
disponemos, nos decidió a fijar nuestra atención en su obra lírica y que sea
ella la invitada a integrar esta obra. Desde los inicios del siglo XX, no
cuenta con una debida divulgación. Consideramos que esta breve antología sobre
sus poemas es una oportunidad no sólo de homenaje, sino de rescate a ese lírico
que, cuando ingresó como dramaturgo en el mundo del teatro, llevó sus versos a
las obras que le darían su sitio en nuestras Letras.
Rafael Alberto
Arrieta en el capítulo “La poesía en la
generación del ochenta”, de la Historia
de la literatura argentina, editada por Peuser en seis tomos, nos recuerda
las primeras apariciones públicas del joven poeta cuando junto a su entrañable
amigo Rafael Obligado (1851-1920) y Eduardo Holmberg (1852-1937), fundan en
julio de 1873 la Academia Argentina de
Ciencias y Letras. Entusiasta iniciativa que dura hasta fines de esa
década. En ese año la casa editora Coni publica la colección original de sus Poesías, posteriormente aumentada. Una
época con jóvenes de ambiciones generosas. Para esta tarea nosotros pudimos dar
con la edición de 1904 de Poesías, impreso
por Cabaut y Cia. Editores, en Buenos Aires.
La poesía sentimental fue un género al que
este escritor no cesó de prestarle atención durante su vida. Los temas del amor
idealizado, el fervor patrio, junto a la fe religiosa, obtienen un tratamiento
propio de la época. Ninguna transgresión ni un ir más allá en la estética o una
cadencia del verso aceptada. En ellos se delata la influencia del siglo de oro
hasta Espronceda. Esos fueron los atributos de la entonación y la voz íntima de
este poeta. Es interesante reconocer que en esa misma década –y en la misma
zona geográfica– Hernández estaba escribiendo la primera y segunda partes del Martín Fierro. Y no podemos soslayar que
el escritor nace y se desarrolla en un periodo, en los centros urbanos, de
predominio de la influencia francesa, a la par del influjo de las Rimas de Bécquer y las traducciones de
los poemas de Heinrich Heine.
Se percibe la juventud del poeta al momento
de la escritura en la mayoría de sus piezas líricas. Trasmite una visión pura
al tiempo que ingenua, una melancolía sin conflicto ni atisbo de rebeldía. La
tristeza y la queja amorosa fluyen en la aceptación de un orden superior que
contiene el universo del poeta. Estas notas restan profundidad, hay un límite
en el decir que no puede infligirse. Esta visión de la realidad es expresada no
sólo en los sentimientos de los seres humanos, sino a través de la recreación
de ellos en elementos de la naturaleza: el paisaje, la pampa, el desierto, el
viento, los ríos, los árboles, las olas, los pájaros, son albergados en su
lírica. Recursos que, sumados a la incorporación de temas históricos, son
propios del romanticismo. En sus poemas más extensos –que no hemos
seleccionado– el sentimentalismo diluye en su demora el ímpetu poético, los
lugares comunes rebajan la calidad del verso.
No incluimos “Siempreviva”, uno de sus poemas más renombrados, fácil de hallar
en las antologías, pero sí “Tula”, poema
en el que Coronado se permite la expresión de un erotismo que contrasta con el
resto de su obra, donde el romanticismo se amolda a formas de decir y temáticas
ganadas por la contención, contaminados por el desdén o el silencio, propios de
esas décadas. Y sin adentrarnos en el comentario sobre cada poema, señalamos
que “A la sombra del laurel”,
1873, es un fiel ejemplo de su capacidad
de dramatización con medios que hacen a la lírica, llevada, como sabemos, en su
posterior teatro al punto más alto de su escritura. Algo semejante apreciamos
en “A la luna”.
Por otra parte, cuando reflexiono acerca de
la obra de un autor del pasado, no dejo de lado un inteligente comentario de
Abelardo Castillo, a propósito de una crítica habitual que se hace al estilo de
Roberto Arlt. Ante los reclamos que enuncian que Arlt no escribía bien,
Castillo –rápido de reflejos– nos interroga sobre la escritura de sus
contemporáneos. Cuando evalúo la poesía de Coronado, hija de su época, percibo
que nuestra mirada actual –para lo que era el parnaso argentino en ese
entonces– puede ser injusta sino atendemos a esa historia literaria que estaba
en sus inicios y era hija de influencias. Hasta Enrique Banchs, quizá no
tengamos un poeta capaz de trascender su época y llegar hasta nosotros con una
obra de valor inobjetable, a no ser José Hernández, nunca superado en su
terreno.
Mucho cambió desde la reunión en 1873 de las
poesías de Coronado. Los usos poéticos imperantes desde el modernismo y otras
corrientes, que comprenden la canción popular, renovaron nuestra producción
lírica a un ritmo acelerado. Un ejemplo es la sencillez en la expresión y el
encanto poético de las letras de Alfredo Le Pera, musicalizadas por Carlos
Gardel. Esas letras merecen ser reconocidas cuando se habla sobre nuestra
literatura, más allá que este escritor haya nacido en São Paulo. En la
literatura de vanguardia, tenemos Fervor
de Buenos Aires, 1923, con la aparición pública de un poeta joven y
talentoso que transgrede el canon aceptado. Y con impulsos al menos semejantes
aparece en Francia, 1922, la primera colección de Oliverio Girondo: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía.
Es la poesía que se abre camino por encima de la retórica de su época. Y
cuando ubicamos en esta trayectoria a Coronado, entiendo que vale una
compresión integradora. La sencillez y el criollismo que alentó no sólo su
obra, sino la de sus contemporáneos, con la llegada de las nuevas corrientes y
la inmigración, evolucionará hacia lo que fueron los puntos más altos de la literatura
argentina del siglo XX.
Y, en justicia, no podemos excluir la mención
a su teatro. En su obra dramática –de trasnochado romanticismo– el lirismo, en
ocasiones, se impone a lo propiamente teatral. Más de veinte obras dramáticas,
la mayoría: versificadas y estrenadas en vida, lo instalaron como el padre de
nuestro teatro nacional, desde el estreno de La rosa blanca hasta su último éxito: La chacra de Don Lorenzo, segunda parte de La piedra de escándalo. Hacia el final de su carrera, voces
críticas emitirán juicios de valor distinto. Por el lado de Juan Pablo Echagüe,
tenemos que su obra no evoluciona, transformándose en un ejemplo de anacronismo
literario. García Velloso, desde otra perspectiva, escribe: “… el canto del poeta, y el aletazo
romántico y la musa ingenua y sentimental sacuden a las muchedumbres.” Si
bien, se impone, por su equilibro e integridad, la síntesis que nos deja en su
obra Martín Coronado, Raúl
Castagnino:
“Coronado goza de gran
prestigio y se coloca en lugar significativo dentro de la historia de las
letras argentinas, porque es el romántico precursor que en el siglo pasado
estrenaba dramas a lo Echegaray; porque escribió con sabor vernáculo la obra
más popular de la escena criolla en las décadas iniciales del siglo presente;
porque hay continuidad en su labor dramática; porque es asidua su presencia en
los escenarios y porque deja una producción, dispar sí, literalmente pobre,
pero de noble intención y dignidad artística.”
Cuando estaba cerca del medio siglo de vida, ocurre
un cambio notorio en su popularidad. José Podestá –con resistencias iniciales
de Coronado– estrena en el Teatro Apolo: La
piedra de escándalo, que significará su consagración pública. En palabras
de Roberto Giusti:
“La piedra de escándalo fue largo tiempo la
obra más popular y representada del repertorio dramático rioplatense. ¿En qué
residía su novedad? Tal vez en la oportuna sustitución del campo abierto y
bárbaro del dramón gauchesco, cuyas repetidas truculencias ya resultaban
monótonas, por la chacra civilizada, y del gaucho de chiripá y facón por el
paisano de bombacha; tal vez en el verso octosílabo, que se levantaba por
momentos a cierto cantante lirismo, grato al oído y el corazón de un público no
muy exigente. Versos que pasaron algunos en seguida al cancionero popular.”
El suyo era un teatro que descendía de la escena española, caracterizado por la repetición de esquemas y situaciones. Sus argumentos parecían ser calcos de una misma historia, donde la concepción determinista en la creación de los personajes no permitía la evolución en los caracteres. Pero con estos elementos, sumados a una notable versificación, Coronado había encontrado la llave del éxito popular. Giusti expresa tales atributos con estas definiciones:
“La versificación, en el octosílabo de
romance o de redondilla, es fluida y generalmente correcta. En algunas escenas
el lenguaje dramático, directo y familiar, tan vecino de la prosa si se le
quita la rima, es realzado por imágenes y frases líricas en que se reanima el
estro romántico del poeta de Siempreviva.”
Agregando más adelante:
“El dramaturgo hizo escasas concesiones al
habla popular del Plata. Es la suya una dicción de poeta urbano; el criollismo
de su círculo culto se detenía en las fronteras del lenguaje, de lo que es
ejemplo característico el Santos Vega de Obligado, sin atreverse a traspasarlas
como lo había hecho Ascasubi, del Campo, Hernández y Leguizamón en Calandria.”
En su último periodo como dramaturgo, Martín
Coronado por un lado indaga otras posibilidades –1810 y Los curiales– y
por otro, como en su última obra: La
chacra de Don Lorenzo, mantiene la misma línea no sólo estética sino
ideológica de su dramaturgia. Esto lleva a que la crítica reciba el estreno de
esta pieza con juicios encontrados. Aquellos que en consonancia con Enrique
García Velloso eran complacientes con su producción y los que bregaban por un
teatro diferente al del autor que había fundado la escena nacional, originada
en el circo criollo y el sainete. Recordemos que luego de la caída de Rosas
hubo un prolongado vacío de elencos vernáculos.
El juicio, benigno a un tiempo que abarcador,
de Castagnino en nuestra consideración acierta cuando nos dice que supo: “impregnar de aire nativo cuanto salió de su
pluma”, agregando más adelante que “en
Academias y Círculos estimuló el interés por la formación y definición de una
dramática vernácula cuando ni siquiera compañías nacionales existían en el país…”
Sus obras completas fueron reunidas en ocho
volúmenes y comprenden, además de las producciones teatrales, sus poesías y una
novela. Por nuestro lado, investigando sobre las publicaciones de Martín
Coronado, hallamos como curiosidad un volumen cercano a las 500 páginas: Literatura Americana, editado por Ángel
Estrada y Cia. Esta obra y el éxito manifiesto en las decenas de reimpresiones
que alcanzó, son muestras del sitial que su prestigio le había deparado.
Dividido en dos secciones: Prosa y Verso, la compilación delata la riqueza
y variedad de lecturas. La obra de intención educativa, en la advertencia que
oficia de prólogo, plantea que la antología –en la que no se incluye– sea
expresión del pensamiento de la América hispana.
Desde niños conocemos, como si se tratará de
versos de autor anónimo, estas líneas de Coronado:
“Sobre el alero escarchao
Encontré esta madrugada
Una palomita blanca
Que el viento había
extraviao.
Porque es tuya la he
cuidao
Con cariño y con desuelo,
Y la cinta color cielo
Con que venía adornada
Al cuello la llevo atada,
Por ser cinta de tu
pelo.”
Las hemos oído y repetido en nuestros
primeros años de lector. Esto es testimonio fiel y directo de la presencia del
poeta lírico que triunfó como poeta dramático, no sólo en la historia de
nuestras Letras, sino en el presente y entre nosotros, historia viva.
Luis
Manuel Noseda
Luis Manuel Noseda es un escritor y
periodista nacido en 1945, en la localidad de Sáenz Peña. La colección de
relatos y textos de diverso origen: Memorias
de un soñador, ha sido reimpresa cerca de una decena de veces, siendo
presentada en una ocasión en la ciudad francesa de Poitiers (2006). Esta obra
ha servido de guía para la selección que participa de este volumen.
Durante décadas integró la redacción de
medios gráficos, entre los que figura la revista Gente y distintos periódicos, al tiempo que fundó: Nosotros, Apuntes y Tiempo/82.
Se destaca en su trayectoria –a la par de su
labor intelectual– su desempeño en la función pública, en la que ha cumplido
distintos cargos de trascendencia en los municipios de Merlo y Tres de Febrero,
y en MUSICAM.
En esta breve selección es visible la
presencia de lo religioso, al tiempo que se percibe un constante diálogo y
reflexión desde lo cotidiano.
Héctor Alvarez Castillo
Resta hablar acerca de Héctor Alvarez
Castillo, y lo mejor es hacerlo desde lo familiar y en primera persona. Mi familia,
desde ambas ramas, con la llegada de mis ascendientes desde Italia y España,
nunca se alejó demasiado de este mencionado Partido de General San Martín, y en
esta parte del mundo comenzó su historia.
Mi abuelo materno, en las canchas de San
Andrés Golf Club, en 1909, sería el primer argentino ganador del Abierto de la República. Dos años
después, su hermano Rodolfo y en la misma cancha, se convertiría en el segundo
argentino vencedor del abierto. La vida de la familia continuaba en las
localidades de San Martín, donde una de mis dos abuelas llegaba desde Turín en
1902, con sólo cuatro años de edad, iba a dar nacimiento a ocho hijos, junto a
Raúl Castillo. Por el otro lado, también en Villa Ballester, se asentaban los
Alvarez y la rama de los Della Bianca, Sandrini y Bonalli. Fue por ese destino
y cruce de argentinos, con sangre italiana y española, que mis primeros días
transcurrieron en la antigua casa a metros de una conocida laguna donde para
ese entonces los chicos y jóvenes –entre ellos mi padre– iban a capturar ranas
y todo lo que se movía. Años después, con el asentamiento y crecimiento de
viviendas humildes, esos terrenos y ese zanjón recibieron el nombre La rana, transformándose en una de las
villas más peligrosas de la zona, a un kilómetro y medio de la estación de
trenes de Villa Ballester.
En ese paisaje de mis primeros años, en esa añosa
y humilde casa, mi padre siendo adolescente una vez entró hasta la cocina acompañado
de un caballo. Eran otros tiempos, cuando no se cazaba pájaros se iba a pescar
al río, en Olivos o Vicente López, siendo aún balneario y costanera, con sus
aguas que acompañaban esa vida salvaje y espontánea, que hoy ni siquiera
permanece en el sueño.
Esa memoria regalada, junto a mis primeras
décadas de vida en Villa Ballester y en el resto del Partido de San Martín, los
colegios, los amigos y el Circulo de Ajedrez lindante a la estación de trenes
–que sin saberlo me albergó desde el final de la infancia hasta la juventud–,
son las vivencias que jamás olvidaré, que enriquecerán siempre mi imaginación. Por
eso, nunca mejor elegido para esta antología el cuento: Lo negro y blanco del camino, en homenaje a la Institución mencionada
y a esos años y experiencias.
Es tiempo de la
obras, tiempo de José Hernández, de Martín Coronado, de Luis Manuel Noseda y de
Alvarez Castillo. Sólo agrego –además del deseo de la lectura por parte de
ustedes– que en la retiración de la portadilla, correspondiente a cada
escritor, incluimos una breve biografía o líneas esenciales sobre aspectos de
la creación de cada uno de los mencionados. Ya sólo resta el encuentro entre el
autor, los autores, y su lector.
Héctor Alvarez Castillo
Sáenz
Peña, noviembre de 2015
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