Tema del traído y
del héroe, Jorge Luis Borges.
Si supo Dios, algún diablo o quién fuere, estar a mi
lado y luego soltarme la mano, no sé, no lo sé ni sabré nunca. No hubo ambición en
mis actos. No haya quien crea que ella fue la que los motivó, y tampoco
hubo tras ellos una lealtad mayor. Dejé todo lo que era y en esa resolución me
uní a un designio confuso y hostil hacia los juramentos en los que se habían
tallado mi cuerpo y mi alma. Ahora llegan voces como si fuesen partes de un
coro que acalla ésa y otras verdades. Esas voces me acarician en este exilio
desde el que me figuran adusto, leal, buen padre… pero una voz dentro de mí
está viva y con ella dialogo, a veces en amistad, otras en conflicto.
Mi nombre se grabará en piedras y metales, se grabará
en la memoria que manos diestras cincelan en las sombras. Será por siempre
parte de la historia, y ahí se transformará, como el de los beatos, en nombre intachable
y santo. No estaré solo, me acompañarán aquellos con quienes nos aplicamos a la
empresa de cercenar ese vasto imperio en el que siendo infantes dimos nuestros
primeros pasos y en el que nos amamantaron nuestras madres y nodrizas. Fuimos
hijos que en el interior de la casa de sus padres, con herramientas macizas y
cortantes, hicieron de ese templo un amasijo de escombros. Desgajamos el templo
en pedazos y de lo que fue uno hicimos fragmentos, eso hicimos del organismo
que lastimamos y que jamás volvería a ser el mismo. La misión fue concluyendo
cuando a cada trozo o despojo lo denominamos país, le dimos un nombre, le
inventamos una historia. Fue fácil enmascarar el plan y el sentido profundo de
nuestros actos. El coro que hoy enaltece mi nombre, saluda con fervor esas
gestas.
Me llamaron libertador, a mí, a quien los sometió al
firme yugo que nubla la vista y no deja ver siquiera donde están los grilletes
que esclavizan piernas y brazos. Desde esos acontecimientos, monarcas que
ignoran las lenguas que hablamos fueron hilando la urdimbre de los días y las
noches de aquellas tierras allende el mar. No es sorpresa, a ese hilo debía
conducir la historia si triunfábamos en nuestros cometidos.
Como una moneda que se tira al aire, y va de una cara
a la otra hasta tocar tierra, fue mi vida cuando era un español más en la
España que me vio nacer, me crio y formó como militar y hombre. Y llegó el día
en el que la moneda cayó y mostró su faz al sol, el dios ante el que nos
postramos desde los inicios, y cayó después de Bailén, de esa
batalla que comenzó a modificar el tablero de Europa y de nuestro Occidente, y
en la que fui héroe. El tiempo fue transcurriendo, como es su costumbre, y un
día estuve a las órdenes de Beresford, por allí conocí al noble escocés que me
inició en los misterios y alteró para siempre mi destino y el de los
territorios donde di mis primeros pasos. Una cosa lleva a la otra, y en mi
visita a Londres me acercaron ese plan que iba a transformarme en el Aníbal
americano. Ya estaba bajo la escuadra y el compás. Mis amistades de esa primera
década las llevaría conmigo por siempre y, entre ellas, con especial devoción
la de Lord James Duff, conde de Fife.
Nos embarcamos con destino del Río de la Plata. En el oscuro mar de la noche éramos turba nocturna. En la Capitanía de Venezuela Miranda y Bolívar habían comenzado la gesta que nos llevaría de un imperio a otro, bajo el velo de los ideales de la libertad y la emancipación. Arremetimos con el deseo de los seres humanos de decirse libres sin siquiera comprender una letra de esa palabra. En las ciudades que tocaba, en los campos y pueblos, ellos aspiraban a un futuro que no sabían en qué consistía mientras el presente se les escabullía violento ante sus ojos. Ésa era la carne y el combustible que debíamos usar y de lo que debíamos aprovecharnos.
En las cercanías del río se dio la escaramuza camino
al convento de San Carlos. Allí sorprendimos a las fuerzas realistas, donde di
prueba de lealtad. Conocía los rumores y habladurías por mi pasado militar y, sablazo
tras sablazo, arriesgando no sólo la vida de mis hombres sino la propia, acallé
esas voces. Ahora llamaba de ese modo a aquellos soldados que defendían al rey
y la corona, yo, quien poco tiempo antes era abeja de ese panal. Años de
combate, de conquistas y honores, pasaron hasta el encuentro de Guayaquil.
Siempre fui leal al juramento de mi primera adultez. Nada sobre eso podrá
echárseme en cara. Les envié desde el Pacífico el oro del Perú. Los metales viajaron
en barco a la isla que me había convocado como hijo dilecto y aseguraría la
pervivencia de mi nombre mientras durase su poderío: yo también con una copa en
lo alto y en la mano debí clamar larga vida a ese imperio. Luego de esa ofrenda
final, tuve la absoluta convicción de que la historia, sedienta de grandes
hombres, me protegería; San Martín necesita de ella como ella necesita de mí.
Mi nombre permanecerá limpio en sus aguas y yo, el héroe de Bailén, quien
desenvainó su espada ante el invasor francés, entre jardines y en soledad, ahora observo
que en la tarde el sol se pone hacia el otro lado del Atlántico, donde nací y
fui parte de algo que ya no es.
Héctor Alvarez Castillo, Saénz Peña, Buenos Aires, octubre de 2021.