jueves, 14 de enero de 2010

Oscuro


Oscuro

Un olor fuerte. Un olor al que no estoy acostumbrado fue lo que percibí cuando entré a la habitación. En penumbras, apenas se divisaban algunos muebles contra la pared, un desorden de prendas tiradas, una mesa y la luz azul y tenue en un rincón del cuarto.

Habló, dijo pocas palabras, y me fui acercando hasta que sentí sus dedos tibios deslizarse por mis brazos, hasta que tomó las manos y las soltó; luego acarició el cuello y se animo a dejarse caer entre las piernas. El olor, más intenso, me atraía y a la vez me hacía virar el rostro.
Ya conteniendo su cabeza contra mi cuerpo, vi la sábana blanca abierta sobre el piso. Estaba desnuda o apenas la cubría algo que no precisé a saber qué era. Algo leve como su voz y el nombre que murmuró junto a exiguas palabras.

Una brisa de aire ingresó y aprecié la ventana, la cortina y los árboles que se veían lejos. Allá estaba el mar. Aquí, ella, que se había precipitado sobre en ese lienzo blanco que ahora contenía su oscuridad en esta noche.

Mojé sus labios y mojé su cuerpo, su cuerpo negro, terso y fugitivo, entre tanta caricia y tanto deseo. El sueño fue descanso y desmayo. Y cuando regresé a la calle, y descendí solitario las escaleras, no estaba, ella no estaba. Se había ido. Sólo ese olor persistía, ese aroma fuerte a sal y carne, ese olor animal que me acompañó en la despedida y siguió junto a mí, vivo, latiendo, como un corazón en sangre.

Sáenz Peña, julio de 2008

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