Hace largo tiempo, en una aldea
cercana al mar, vivía un solitario que gozaba de sus horas libres cultivando un
pequeño jardín hecho de rosas. Rosas blancas y violetas, rosas rojas, lilas y
vivaces, eran la ocupación a la que otorgaba el sentido de la vida.
Cuando la llovizna caía sobre las
flores o el sol picaba la piel con intensidad, él tomaba la guitarra y
recordaba antiguas canciones alegres al tiempo que melancólicas, y al día
siguiente retornaba a su afán. Uno a uno armaba los ramilletes que enviaba a
los habitantes del pueblo. Todos recibían sus flores, pero eran pocos los que
alguna vez comentaban las ofrendas. Nunca se decía nada acerca de la belleza
que esas flores exhibían.
«¡Me han llegado rosas, también les
han llegado a mi sobrina, al abuelo!»
No se oía más que esto; sin embargo
el jardinero, por muchos años, hasta el día en que se despidió, continúo con su
tarea.
Sáenz
Peña, septiembre de 2004
No hay comentarios:
Publicar un comentario