jueves, 11 de febrero de 2010

Paseo con tortuga




Paseo con tortuga

Supongamos que hace años usted posee una tortuga de agua y que, debido al paso del tiempo, ésta ha crecido hasta el tamaño de la mano –el de la mano abierta, no el del puño cerrado– y hoy decide llevarla a un paseo por la ciudad, como es habitual que se haga con otras mascotas.

La saca de la celda vidriada donde taciturna presencia irse la vida –reconozca que no sólo la de ella, sino la de todos los miembros de la familia; desde la de su suegra hasta la de Melquíades, el gato molesto que a cada descuido aprovecha para darle un zarpazo al agua– y así, empapada, rociada de algas, se la mete de un impulso en el bolsillo del saco azul cielo, que sólo ante eventos especiales extrae del placard.

Y ahora, con la tortuga extraviada en su ropa, humedeciendo el forro interior del lado izquierdo y la camisa Yves Saint Laurent que le obsequió la tía Marga, sale a la calle, arreglando el nudo de la corbata en un ademán de dandy, sin que ningún gesto trasmita esa realidad de patas breves y robustas que se agita cada tanto en el interior, emitiendo señales de que ella está ahí, de que existe a semejanza de los otros.

Descenderá del ascensor e irá derecho hacia la estación del subte. Viajará de Medrano hasta el Obelisco, sonriente, sentado entre dos mujeres que no sospechan siquiera el por qué de su mirada. Luego hará el camino hasta dar con el sitio que busca. Se sentará en la fuente que está a metros de la tipa y el ceibo, y la extraerá con cuidado y afecto del bolsillo que ya es un breve lago.

La alza en una mano y la mira. Es la tortuga de siempre, pero distinta. Ella también lo observa. Ha ido sacando con atención la cabeza y el largo cuello a franjas horizontales. Ahora aparece el detalle rojo que a usted siempre le gustó. La deja en el borde de la fuente y con el dedo índice apoyado sobre la zona trasera del caparazón, la va empujando para darle confianza, hasta que ella misma entra a corretear por esa superficie inmensa que se le abre a los ojos.
Surtidores gigantescos de agua vierten litros sobre la pileta que Dorotea se ha detenido a contemplar. Un detalle en la extensión de mármol rompe la continuidad. Se la ve alegre. Vuelve a la carrera indiferente a los sonidos de las voces y del tráfico de esta tarde de sol. Los bocinazos y el griterío no le llegan; no alcanzan su satisfacción por esta aventura. Y se zambulle en este estanque que es un río, un mar, un monstruo de agua fresca que se le brinda.

La sigo con la mirada. Soy con ella otra tortuga amiga y feliz que disfruta la salida. Al anochecer regresaremos a nuestra morada. Laura y los chicos preguntarán dónde fuimos, qué hemos hecho juntos, ¡cómo me llevé a la tortuga! Pero Dorotea y yo sabremos que no necesitamos de palabras.
Aún quedan horas para que nademos juntos por el estanque. Ya sin camisa mi cuerpo se vuelve verde claro y oscuro, líneas de planta recorren mi existencia; un trazado arcaico es el dibujo secreto de mi espalda, que me protege de los rayos y el mundo. Dorotea va a mi lado, traviesa y alegre compañera.

Buenos Aires, La casona del teatro, febrero de 2010

1 comentario:

  1. Nos encantó. Nos trajo recuerdos. Ya repondremos la perdida...
    Besos de Fran, Ale y Stella

    ResponderEliminar