sábado, 30 de julio de 2011

Un Mundo tan frágil y defectuoso - Pablo Martínez Burkett




Un Mundo tan frágil y defectuoso

–¡Qué tontería! –exclamó Lady Windermere–.
¡En mi vida he oído un disparate semejante!
OSCAR WILDE, El crimen de Lord Arthur Saville



SI ALGUIEN SE regía con minucioso desvelo por las buenas man¬eras victorianas, ésa era la señorita Iphigenia Smith-Burnett. De modos reposados, ejercía la gentileza con elaborado refinamiento, desplegando un repertorio de palabras amables y cuidadas. No recuerdo haberla oído levantar la voz ni siquiera para llamar a un taxi. Con devoción malsana, agotaba una y otra vez las páginas de A Guide to the Manners, Etiquette and Deportment of the Most Refined Society, para luego escrutar el universo y sonreír satisfecha al caballero que agradecía copiosamente a quien le franqueaba el paso o ignorar espantada a aquel que tuviera el mal gusto de introducir comentarios sobre política, religión u otra cuestión igualmente penosa. Toda conducta que constituyera un grave apartamiento de las reglas, le hacía fruncir el entrecejo. Abominaba de cualquier manifestación de afecto en público. Imagino que tampoco las toleraba en privado. Nunca sabremos qué era preferible, si la corrosiva acritud de sus comentarios o sus largos silencios reprobatorios. Sin embargo, siempre dispuesta, acudía inconsulta en auxilio del desamparado. Tanta bondad hacía más tolerable cierto gusto por los chismes y habladurías y un innegable desdén por todos los que no fuéramos súbditos de Su Serena Majestad.
De una singular altura y cuello finísimo, poseía una piel inmaculadamente blanca. No era bonita, pero en un rostro enmarcado por el preceptivo rodete se destacaba la profundidad de sus ojos grises. Aunque declaraba haber recibido numerosas ofertas matrimoniales, la sucesión de negativas a la espera del candi¬dato apropiado la encontró un día acostumbrándose al baldón de “señorita soltera”. Nacer en algún lugar de las Islas Británicas, o aun, en cualquiera de las posesiones ultramarinas del Imperio, hubiera sido su natural destino, pero vio la luz en la República Argentina a poco de instalarse la joven pareja Smith-Burnett en el chalet que correspondía al ingeniero mayor del Ferrocarril del Sud. Su madre, Margaret Hart, originaria de Hampshire, falleció a poco de nacer su primogénita. Su padre, Paul D. Smith-Burnett, natural de Staffordshire, resolvió la orfandad de su pequeña hija internándola pupila con las monjas irlandesas. La muerte del autor de sus días la obligó a aceptar un puesto de maestra en el Holy Trinity Church College, donde recobró la fe anglicana. Un poco por tradición y otro poco por inercia, mantuvo el luto más allá del tiempo que un prudente respeto por la memoria de los faithful departed aconsejaba. Cuando la conocí, vivía en el mismo solar que heredara de sus mayores, en el Barrio Inglés de Temperley, localidad que por entonces integraba el llamado “segundo cinturón urbano” al sur de Buenos Aires. Con orgulloso esmero, había logrado que una hiedra prácticamente cubriera todo el frente de la casita, a la que se accedía por un jardín de tapias bajas. De acuerdo con los numerosos catálogos que consul¬taba, el interior era un muestrario de pesados cortinados, adornos acumulados hasta la depravación y paredes empapeladas con exasperantes motivos florales, cuyo exceso no era suficiente para evitar que las tapizara con platos decorativos. Una tía le dejó, por toda herencia, un par de dioramas originales de Mr. Potter, que exhibía con fingida afectación. El censo poblacional de la casa se agotaba en un gato siamés, llamado Cheshire, y la empleada doméstica, una criolla de nombre Juanita (los primeros días en servicio, a la desdichada mujer le costó entender que los aireados “¡Jane! ¡Jane!” de “Lady” Iphigenia eran para ella. El retintín de la campanilla la persuadió de su error).
Sus jornadas se sucedían idénticas y la más mínima alteración de la rutina le provocaba un severo desarreglo nervioso. A las 8 en punto, Jane le traía un desayuno ligero. A las 8:20 la ayudaba a vestirse. Por nada del mundo era capaz de emerger de su cuarto sin encontrarse vestida apropiadamente. Entonces desayunaba de forma completa, mientras leía el Buenos Aires Herald. Después se discutían las cuestiones domésticas y, si no tenía que salir, se dedicaba con empeño a sus gardenias, narcisos y jacintos, flores que le habían valido algunos premios. Si el día no acompañaba, se quedaba hasta la hora del almuerzo observando su álbum de estampillas o su colección de mariposas disecadas. Además, llevaba un diario íntimo a cuya compulsa debemos la historia que compendiamos. Dormía una mínima siesta y después se entregaba a la lectura, sus labores, jugar al bridge o tomar el té con sus amigas, mayormente hijas o esposas de funcionarios del ferrocarril, contadores del frigorífico, agentes de la compañía de aguas corrientes o médicos del Hospital Británico.
Con cierta regularidad, se costeaba hasta el centro junto con su inseparable compañera Allison Lambkert, para dedicarle el día entero a hacer compras en Gath & Chaves o en Harrods’s, que era donde se proveía de forma excluyente, salvo la música, que la adquiría invariablemente en Casa Piscitelli. A menudo se la podía ver merodeando por allí a la caza de otra versión del Konzert in A– Dur KV 622 für Klarinette und Orchester de Wolfang Amadeus Mozart, pues aunque tenía unas 35 interpretaciones, disfrutaba grandemente de pasar en el combinado el adagio a repetición. Cultivaba la curiosa teoría de que, cada vez que esa composición sonaba, el querido Dios se apartaba por un instante de la Creación y, sentado sobre una nube, dirigía la orquesta y se felicitaba por el Hombre.
Pocas cosas le agradaban más que convidar a sus amistades y relaciones a un té y pocas cosas le causaban mayor grado de excitación. Por supuesto, una excitación muy a la inglesa. Ya el sólo hecho de escribir las invitaciones le provocaba un regocijo infantil. Planear el menú y seleccionar los manteles de fino encaje para lavarlos y almidonarlos le amplificaba el frenesí. Unos días antes, caía en trance y, mientras ayudaba a Jane a pulir la platería, se debatía entre exhumar el juego de porcelana Wedgewood o el Royal Worcester. Carcomida por la duda, se iba a la feria a comprar lo necesario. Llegada la fecha, directamente la asaltaba un estado rayano con el paroxismo. Una y otra vez, revisaba el correcto aliño de tazas y platos, azucareras, lecheritas, servilletas, cubertería y demás enseres. Inquieta, hacía y deshacía el arreglo de gardenias que presidía la mesa. Las rodajas de limón tenían que describir un minucioso abanico, que prestamente se empe¬ñaría luego en restaurar cada vez que alguien se sirviera. Recibía a sus invitados en el pequeño parlour presidido por un retrato de HRM Queen Elizabeth II y, una vez que todos se encontraban sentados en los lugares designados según primorosos cartelitos, con una leve inclinación de cabeza y un medido ademán de la mano derecha, indicaba que podían comenzar a probar los sándwiches, bocaditos, panecillos, muffins, mermeladas, scons y demás delicias que con tanto esmero había preparado. En invierno, se encendía la vieja chimenea pero, si el tiempo lo consentía, prepa¬raba las mesas en el jardín trasero y todos fingían encontrarse en la querida y lejana isla.
También se desempeñaba como secretaria de actas y biblio¬tecaria suplente de la Woman Diocesan Association, que fun¬cionaba en el salón parroquial, donde se organizaban kermeses y ferias de platos para recaudar fondos para indigentes, men¬esterosos y enfermos. La asociación era regida por las mellizas Hypatia y Millicent, ambas hijas del Reverendo Alistair Bulwer-Lytton y casadas, respectivamente, con el Dr. W. C. Howard, a la sazón veterinario del hipódromo del Lomas Jockey Club, y el ingeniero Edward Phillips, gerente general de la fábrica de gal¬letitas. Precisamente en la biblioteca, se abastecía del material que alimentaba su imaginación y exacerbado romanticismo. Se había devorado todas las novelas de Jane Austen y, para inspirarse en la indómita Lizzie Bennet, tenía siempre sobre la mesita de noche un ejemplar de Pride and prejudice. Asimismo, la conmovía hasta las lágrimas la historia de amor entre Edward Rochester y la huérfana devenida en institutriz, protagonista de la novela Jane Eyre de Charlotte Bronte. Disfrutaba por igual de los cuentos de Dickens. Pero su favorito era sin dudas Lewis Carroll, con toda la saga de Alicia en el País de las Maravillas. Los avatares de la niña poblaban sus ejemplificaciones y eran la fuente habitual de citas y comentarios. Así, por ejemplo, la proverbial parsimonia de Jane le hacía exclamar: “¡Acabas con la paciencia de una ostra!”.
De hecho, la mascota familiar se llamaba Cheshire por el gato funámbulo del cuento que, como es bien sabido, poseía las virtudes de sonreír y desaparecer a voluntad. Pero no eran estas caracterís¬ticas las que dieron lugar al bautizo, sino un afán de que el minino hablase. Si bien es cierto que todos los animalitos de ese reino del revés conversaban con Alicia, digamos que a la señorita Iphigenia le resultaba indiferente que el Conejo Blanco o la Oruga hablaran. O en todo caso, le servían para reafirmar su monomanía: si a seres inferiores les estaba concedido el comercio de la palabra, cuánto más a su Cheshire, que era tan inteligente. Las sesiones de adoctrinamiento empezaban a la hora del desayuno y no cesaban nunca. Había días enteros en los que el pobre animal no probaba una gota de leche en represalia por su inconcebible negativa a hablar. Cuando lo sorprendía tomando sol, displicente, entre las hortensias, lo alen¬taba a hablar, a ejemplo de su homólogo o de Tobermory, el también gato parlante del cuento de Saki. Como el bicho daba muestras de cualquier cosa menos de querer hablar, se encrespaba y acudía como último recurso a las irrefutables citas bíblicas, trayendo a colación la historia del profeta Balaam y su locuaz asna, según el relato del Libro de los Números. No obstante que la obtusa mirada del gato le agigantaba la herida, volvía a la carga enunciando que ya en el Jardín Terrenal del Génesis hubo una serpiente parlanchina. Pero la pequeña criatura, además de muda, debía ser sorda y atea.
El asedio de algún atisbo verbal en el pobre Cheshire la man¬tenía en un estado de permanente vigilancia. Había épocas en las que la ansiedad la extenuaba y a veces era tal la obsesión que hasta le costaba conciliar el sueño y andaba irritable e insomne. La infortunada Jane pagaba los platos rotos. Un día razonó que, tratándose de un felino rodeado de hispano parlantes, podía no carecer de lógica que el inglés le resultara un poco arduo y comenzó a hostigarlo en castellano. Pero difícilmente el pobre animal comprendiera mejor cuando le reprochaba que el Conejo Blanco era capaz de expresar: “–¡Válganme mis orejas y bigotes, qué tarde se me está haciendo!”. Ciega en su cometido, se dice que en alguna ocasión anduvo detrás del gato blandiendo en procesión un libraco español con las fábulas completas de Esopo, Fedro, La Fontaine, Iriarte y Samaniego, mientras le recitaba los coloquios de leones, zorros, garzas, serpientes y cuanto ser del bosque conviniera a sus fines. Como si se tratara de una deidad distante, el animal mantenía su mutismo.
Si los inmigrantes italianos o españoles, a los que tachaba de anarquistas o partidarios de la huelga y el desorden, le causaban desconfianza, no era menor el recelo que dispensaba a los hijos de la tierra. No obstante, razonó que, tratándose de mascota nacida en estas pampas australes, haría falta algún ejemplo local para forzar la indómita voluntad del gato. Le llevó un tiempo consider¬able, pero finalmente halló oportuno sustento a su utopía y circuló un tiempo persiguiendo a Cheshire con las peripecias de Yzur, el mono parlante de Leopoldo Lugones. Pero increíblemente, el gato se negaba a replicar la conducta de sus congéneres literarios.
Por más que la dama inglesa se daba bríos recordando que siempre se llega a alguna parte, si caminas lo bastante, a punto estaba de darse por vencida cuando, casi al pasar, leyó una noticia en el Herald. Le costó un rato asimilar que se trataba del periódico y no de otro libro. Se calzó mejor las gafas y repaso la crónica periodística. Entró en un estado de quiet desperation. Una marea ácida comenzó a abrasarle la boca del estómago, se le resecó la garganta y, paradójicamente, no pudo articular palabra. Una cosa son las personificaciones engañosas de cuentos y fábulas con las que una mujer aburrida se entretiene mortificando a su mascota y otra muy distinta es leer, una mañana temprano, que los sueños pueden hacerse realidad, pero en el otro extremo del orbe. La noticia decía:
[UPI– Una señora de 70 años, oriunda de la ciudad de Changchun, afirma que Mimi, su gato, se ha transformado en una celebridad gracias a su habilidad para hablar. “Estaba jugando mahjong en casa con mis amigas, cuando de pronto escuché que alguien me llamaba ‘Laolao’ (abuelita)”, comentó. “Primero pensé que era mi nieta, pero ella no estaba en casa”. Ahí fue cuando se dio cuenta de que la voz no era de un ser humano sino de su adorable gato. “Creo que Mimi aprendió a decir ‘Laolao’ ya que mi nieta me lo dice todo el tiempo”, explicó la dama, agregando que desde esa primera palabra, Mimi ha ampliado su vocabulario].
Recobrado el aliento, sospechó que se trataría de alguna broma de mal gusto o, quizá, de un error de traducción. Con su habitual puntillismo, contactó al bibliotecario titular, que ocupaba un puesto subalterno en la oficina local de United Press International. Phineas Guthrie era de Inverness y, aunque hombre erudito, estaba obligado a trabajar como periodista. Tuvo que revisar algunos papeles para corroborar que la noticia se hubiera publicado realmente. Azorado al constatar el contenido de cada línea, atinó a justificar la situación, explicando que al corresponsal en China lo conocía de la guerra y que era un pecador irredento, dado a la bebida y al opio. Ajeno al mal que se gestaba, se sintió obligado a morigerar la impiedad del aserto y, parafraseando a Lucrecio, recordó que si los átomos, que en cifra innumerable revoloteaban la infinitud del cosmos, después de transitar por múltiples encuentros casuales e infecundos, acertaron, por fin, en conjugarse de modo que dieran para siempre origen al universo y a todo género de seres vivientes, bien podía ser que, en permutación propicia, se hubiera engendrado en la China un gato orador, máxime en un país tan dado a las cifras descomunales.
La señorita Iphigenia Smith-Burnett encontró en la biblioteca un ejemplar de la Toxicología de Erskine, semejante al que Lord Arthur Saville examinó para llevar adelante su asesinato, en la obra epónima de Oscar Wilde. En la farmacia La Inglesa del Sur, no le hizo falta mentir. Conforme la más socorrida etiqueta, un delicado plato de porcelana de John Aynsley and Sons ofició de eficaz patíbulo.

© PABLO MARTÍNEZ BURKETT, 2009

miércoles, 27 de julio de 2011

Sueño 48 - Pablo Martínez Burkett



sueño 48


En el sueño, erraba por una calle con edificaciones bajas, como de pequeñas iglesias, llenas de placas y crucifijos de metal. Las vereditas eran muy angostas y parecía haber llovido. Era de noche y lo acompañaba su padre. Un restallar de cirios le recordó la Semana Santa, pero antes que a cera e incienso, el aire olía a fruta madura. Unas imágenes de negro rezaban en medroso silencio. Cuando reconoció a sus deudos ya muertos, supo que no estaba soñando.

Pablo Martínez Burkett
Del Forjador de penumbras, colección con sus mejores relatos, por la editorial Galmort (Buenos Aires, Argentina; 2011).

domingo, 8 de mayo de 2011

DEL PERCHE' SI PERDONO GLI OMBRELLI (traduzione di Marcela Filippi Plaza)


DEL PERCHE' SI PERDONO GLI OMBRELLI

di Hector Alvarez Castillo

(traduzione di Marcela Filippi Plaza)


Ci sono quelli che, erroneamente, attribuiscono alla distrazione e alla mancanza di percezione l'origine dello smarrimento degli ombrelli mentre, invece, un'analisi molto chiara ci rivela che in comune con gli incidenti e la fatalità, ci sarebbe, alla radice, la disorganizzazione con la quale conviviamo.

Il disordine nasce da motivazioni di diverso carattere, da quelle naturali a quelle cosiddette umane o artificiali. Fin dai tempi dei nostri antenati, destino è il vocabolo più utilizzato, che abbiamo coniato per relazionare quei fenomeni che dinanzi alla nostra percezione ci appaiono singolari. E' pur vero che questi si manifestano in numero significativo. Soffermiamoci e consideriamo: Perché i giorni cambiano? A cosa è dovuto il fatto che non si sappia a cosa attenersi quando si lascia presto il proprio focolare e si fa ritorno la sera molto tardi? Perché fa freddo, o fa caldo, dietro un arbitrio che non riusciamo a comprendere? Nonostante facciamo fatica a crederlo, è lì che iniziano, irrimediabilmente gli smarrimenti di ombrelli. (In questo saremo platonici: c'è un ombrello soltanto, che è lo stesso ombrello che tutti noi perdiamo ogni volta, e che qualcuno poi trova, sorride e con molto riguardo lo custodisce tra le sue cose posandolo dentro l'armadio fino al giorno in cui verrà nuovamente smarrito. Ombrello, altro non è che la nozione o l'idea di ombrello che costantemente viene reiterata nel nostro linguaggio e che ci serve per poterlo trasferire alla realtà).

Se fossimo ordinati, se al mondo le cose funzionassero come Dio comanda; una mattinata senz'acqua sarebbe seguita da un pomeriggio e da una notte senz'acqua, un albeggiare caratterizzato da acquerugiola e acquazzone seguirebbe un pomeriggio e una notte di acquarugiola e acquazzone. Siamo sinceri, mentre viene giù l'acqua dal cielo, chi può cessare di pensare a quel congegno di protezione. Nessuno di noi. Ed è proprio lì che si trova la domanda chiave: Perché voi annualmente smarrite uno, due o più ombrelli? Perché semplicemente non ci mettiamo d'accordo su nulla; quello è il segreto. Se riuscissimo ad organizzarci e riuscissimo a risolvere il punto che un giorno di pioggia è un giorno di pioggia e un giorno di sole, un giorno di sole, non vi si presenterebbe nemmeno l'occasione di smarrire l'ombrello nel taxi-collettivo, metro o treno. Nei bar non si vedrebbero ombrelli appesi alle sedie provocando l'entusiasmo di sguardi anonimi, e nessuno sarebbe tentato di prenderseli. Nel bel mezzo della pioggia, voi, non sareste mai distratti al punto di smarrire lo strumento di salvataggio. Giorno di sole è giorno di sole, giorno di pioggia è giorno di pioggia. Bisogna avere molto chiara quella dicotomia e non farsi trascinare dalle moderne tergiverazioni della morale. La nostra responsabilità e organizzazione ci salveranno. Questa è la norma.

Rammentiamo cosa succedeva in Cina, durante l'epoca d'oro dell'Impero. Lì, le cose funzionavano nel modo in cui corrispondono. L'Imperatore era l'Imperatore, l'operaio, operaio e capoperaio, capoperaio. Grazie a quelle sottigliezze si è potuta costruire la Grande Muraglia dinanzi alla quale ci sentiamo profondamente orgogliosi. In quegli anni remoti gli operai cinesi nei giorni di tormenta e acquazzone usavano un piccolo parasole. Il parasole – successivamente denominato ombrello – aveva un diametro che oscillava tra i novanta centimetri e un metro e venti. Quello degli operai meno qualificati aveva un colore scuro e si attenuava secondo le gerarchie relative alle arti della costruzione. Esisteva, poi, secondo i distaccamenti di soldati operai un grande parasole o parasole maggiore che veniva sistemato per offrire riparo a intere squadre di operai e allo stesso capoperaio che guidava i lavori.

Il parasole – considerando l'estensione del suo diametro di circa otto metri – era trasportato e sostenuto da uno o due cinesi, nutriti specificamente per svolgere questo tipo di compito. Dove mettevano, i cinesi,questi strumenti nei giorni primaverili? Quella è un'altra chiave, lì quando pioveva, pioveva e quando no, no. Questi strumenti erano sotto la custodia di persone addestrate specificamente per svolgere quei compiti,li lasciavano con cura uno accanto all'altro, in caverne segrete costruite ai margini della Grande Muraglia, luoghi, questi, che hanno visto poche mani da quei lontani anni.

Ma questa è un'altra storia e non dobbiamo mescolare né confondere né parlare di tanti temi, di tutti e di tutto allo stesso tempo. Quella non è nostra intenzione né tantomeno nostra abitudine.


Sáenz Peña, agosto 2005
Del libro: "Naif. Del Juego a la Literatura"

De por qué se pierden los paraguas


De por qué se pierden los paraguas


Están los que por error consideran al incipiente extravío de paraguas consecuencia de la distracción y el embotamiento, cuando un sincero análisis nos revela que, a semejanza de la mayoría de los accidentes y de las fatalidades, éste también se debe a la desorganización en la que, tontamente, nos pasamos la vida.
El desorden proviene de causas de toda índole, desde las naturales hasta las llamadas humanas o las artificiales. Desde los tiempos de nuestros ancestros, destino es el vocablo más acabado que hemos acuñado para las relaciones de fenómenos que a nuestra percepción se presentan como singulares. Es verdad que éstos se manifiestan en número significativo. Pero deténgase un instante y considere: ¿Por qué los días son cambiantes? ¿A qué se debe que uno no sepa a qué atenerse cuando abandona temprano el hogar y regresa a altas horas de la noche? ¿Por qué hace frío o hace calor, bajo un arbitrio que no alcanzamos a discernir? Aunque a usted le cueste creerlo, ahí comienzan, irremediablemente, los extravíos del paraguas. (En esto vamos a ser platónicos: hay un solo paraguas que es el mismo paraguas que perdemos todos nosotros una y otra vez, y que alguien encuentra, sonríe y presuroso pasa a guardarlo entre sus cosas, hasta que descansa en el armario y algún día también él lo extravía. No hay más paraguas que la noción o idea de paraguas, que reiteramos constantemente en nuestro lenguaje y desde ahí trasladamos a la realidad.)

Si fuésemos ordenados, si en el mundo algo funcionase cómo Dios manda, a una mañana sin agua, le seguiría una tarde y una noche sin agua, y a un amanecer con llovizna y chaparrones lo continuaría una tarde y una noche con llovizna y chaparrones. Sea sincero, con agua cayendo desde el cielo quién deja de pensar en ese artefacto protector. Ninguno de nosotros. Y ahí está la pregunta clave: ¿Por qué usted pierde anualmente uno, dos o más paraguas? Porque no nos ponemos de acuerdo en nada, ése es el secreto. Si nos organizáramos y resolviéramos que un día de lluvia es un día de lluvia y un día de sol un día de sol, usted no tendría, siquiera, oportunidad alguna de olvidarse el paraguas en el colectivo, subte o tren. En los cafés no se verían colgando de las sillas paraguas que entusiasman miradas anónimas, al tiempo que nadie se anima a tomarlos. Usted en medio de la lluvia jamás va a estar distraído al punto de extraviar la herramienta salvadora. Día de sol es día de sol, día de lluvia es día de lluvia. Hay que tener en claro esa dicotomía y no andar con modernas tergiversaciones de la moral. Nuestra responsabilidad y organización nos hará salvos. Ésa es la norma.

Recuerde cómo era en China, en la época dorada del Imperio. Ahí las cosas funcionaban como corresponde. El Emperador era Emperador, el obrero, obrero y capataz el capataz. Gracias a esas sutilezas se pudo construir la gran muralla que ahora hace que se nos hinche el pecho de orgullo. En esos lejanos años los obreros chinos usaban una breve sombrilla en los días de tormenta y aguacero. La sombrilla –luego denominada paraguas– tenía un diámetro que oscilaba entre los noventa centímetros y el metro veinte. Era de color oscuro para los obreros menos calificados e iba atenuándose según la jerarquía en las artes de la construcción. Y, por destacamento de soldados obreros, existía una gran sombrilla o sombrilla mayor, preparada para proteger cuadrillas enteras de obreros y al mismo capataz que estaba al mando.
Ésta –debido a su extenso diámetro, cercano a los ocho metros– era transportada y sostenida por uno o dos chinos alimentados especialmente para esa tarea. ¿Dónde guardaban los chinos estos implementos en los días primaverales? Ésa es otra clave, ahí cuando llovía, llovía y cuando no, no. Y estos rudimentos pasaban a la custodia de seres especialmente adiestrados para esas tareas, que los dejaban, cuidadosamente, uno al lado del otro, en ocultas cavernas construidas a la vera de la gran muralla, sitios que han hollado pocas manos desde aquellos antiguos años.
Pero eso es otra historia y no debemos mezclarnos y confundirnos y hablar de uno y otro tema, todos y de todo, al mismo tiempo. Ésa no es nuestra intención, esos no son nuestros hábitos.


Sáenz Peña, agosto de 2005
Del libro: "Naif. Del Juego a la literatura".

Publicado en México, en la revista "Algarabía", Nro. 57, Año VII (Junio, 2009)

TOPOLOGIA CELESTE traduzione di Marcela Filippi Plaza


TOPOLOGIA CELESTE

di Hector Alvarez Castillo

(traduzione di Marcela Filippi Plaza)



I teologi hanno interpretato in modo sbagliato l'ubicazione del cielo, del purgatorio e dell'inferno. Errore diffusosi per superstizione, pregiudizio o abitudine che la Fede non ha mai osato correggere. Questa storica e umana elusione del "Credo" esprime il concetto che il purgatorio si trova tra il cielo e l'inferno e che è il luogo dove si ritirano le anime per curarsi, non per castigo, azione che si verifica nel luogo che nella nostra lingua porta il nome simile a quello di infermo e che Dio, con delicatezza creò a tale scopo.

Non essendo l'ubicazione del purgatorio quella che fino ad oggi veniva considerata autentica, si percepisce in realtà, che alle porte del cielo si trova l'inferno e che, quindi, solo e soltanto sotto di esso – per indicare qualche definizione, fisica accessibile al discernimento umano – si trova il purgatorio. Coloro i quali non riescono a permanere in cielo precipitano bruscamente all'inferno, trascinando insieme ad essi pietre e altri fastidi che non sono altro che ostacoli, memoria e tormenti per quei disgraziati. Essi sanno che da qualsiasi punto delle gallerie dell'inferno si può contemplare il cielo infinito, e questo li inabissa fino all'orrore, particolare che nemmeno la Santa Inquisizione è stata mai capace di cogliere.

Riguardo al purgatorio, alcuni mistici hanno divulgato – talora prigionieri di una condotta eretica – che attraverso questo non si va da nessuna parte, ma, grazie alla scienza e con una mano sul cuore, debbo confessare con quasi certezza che questo tema non sia di interesse per quelli del cielo nè per gli improbi dell’inferno.

Palermo, septiembre de 1994
Del libro "Metamorfosis",
Publicado como nota en L'Isola di Prospero.

En español: http://literaturaalpaso.blogspot.com/2010/01/topologia-celeste.html

 

martes, 3 de mayo de 2011

Carta de Ernesto Sabato a Luis Noseda


Carta de Ernesto Sabato a Luis Noseda


Carta de Ernesto Sabato a Luis Noseda
Transcripción: Héctor Alvarez Castillo


La carta que aquí transcribimos aparece en el libro de Luis Noseda “Memorias de un soñador”, y surge de un pedido realizado por este escritor y periodista al autor de “Sobre héroes y tumbas”. Los temas que aborda Sabato y la síntesis con la que los comenta, le otorgan a este testimonio un gran valor biográfico.



Me pide usted, Noseda, que le diga algo a propósito del barrio, de este Santos Lugares en que he vivido toda mi existencia literaria; de donde salieron todos mis libros y donde mis dos chicos pasaron su infancia y su adolescencia. Pensé que cuando saliera de este vértigo en que vivo en estos últimos tiempos le escribiría algo sobre uno de los problemas que más me obsesiona: el de esa calamidad del siglo XX que es la megalópolis, la ciudad monstruosa y despersonalizada, y de cómo una comunidad a la escala del hombre como esta de Santos Lugares, o lo que todavía sigue siendo cualquier barrio tranquilo de Buenos Aires, es lo único que vale la pena conservar, la sola forma de convivencia que nos ha de salvar de la total alienación.
Pero, ahora, mientras escribo estas líneas deshilvanadas al correr de la máquina, se me ocurre que tal vez sea mejor recordar aquí la pequeña historia de mi llegada a la calle Bonifacini, a la antigua calle Bonifacini.
Pero no estoy aquí por azar, porque no hay azar en las cosas del espíritu: hay destinos, hay propósitos, concientes o inconcientes. Llegué a este lugar porque huí de esa ciencia que es precisamente la culpable de esta colosal crisis en que se debate la humanidad. Y si vine a vivir a esta casa fue justamente porque ya en aquel tiempo pensé que la gran ciudad era el producto último (y siniestro) de esta civilización tecnológica.
No es un secreto que estudié física en La Plata y que después del doctorado me becó el profesor Houssay para trabajar en radiaciones atómicas en París, con la hija de Madame Curie. ¡Pobre Houssay! Nunca me perdonó mi abandono de la ciencia y durante quince o veinte años me negó el saludo, me consideró como una especie de traidor, hasta que un día, en alguna reunión no sé a raíz de qué, acercándome a él le pregunté si no era ya bastante, si después de haber publicado cinco o seis libros no había hecho lo suficiente para merecer su perdón. Y sonriendo levemente me tendió la mano y así quedamos en paz. Cuando fui a París en realidad yo había empezado la quiebra espiritual que me alejaría de la ciencia y aunque siempre me fascinó lo que la física y la matemática tienen de creación casi fantástica (una teoría como la relatividad tiene la belleza de “La pasión según San Mateo”, de Bach, o la hermosura de una catedral gótica), había llegado a la conclusión que de esa actividad purísima del espíritu salía la tecnología y de ésta la cosificación del hombre. En fin, no diré aquí en cuatro palabras, a la disparada, lo que escribí en todo un libro publicado en 1951, “Hombres y engranajes”, obra en que precisamente describo el proceso mental y espiritual que me llevó al abandono de aquello que en mi adolescencia me había deslumbrado, aquel orden platónico del orbe matemático que buscaba en medio de mi tumulto interior, de mis ansiedades y angustia de adolescente.
De modo que, como le estaba contando, al llegar a París, en 1938, comprendí que aquello no tenia ni pie ni cabeza y que pronto dejaría de lado aquello por lo que Houssay soñaba. Y así, mientras de día trabajaba con el uranio en el Laboratoire de la calle Pierre Curie, de noche me mezclaba con los surrealistas, del mismo modo que el Dr. Jekill se transformaba en el detestable Mr. Hyde. Y comencé a escribir una novela denominada “La fuente muda” de la que sólo publiqué unos fragmentos, mucho más tarde, en la revista SUR.
Vino la guerra y volvía a La Plata, y aunque trabajaba y enseñaba la teoría de los cuántos y la relatividad en el Instituto de Física de la Universidad, en secreto trabajaba en literatura y pensaba cómo y cuánto abandonar para siempre aquellas “altas torres de mi adolescencia”. Pasó una serie de cosas que no tendré aquí ni tiempo ni espacio para narrar, pero lo cierto es que un día resolví quemar las naves, como se dice.
Era por el año 1943, vivíamos con Matilde y con Jorgito (que tenía unos cuatro años) en la calle Tagle, cerca de lo que ahora es el Automóvil Club. Cuando decidí dejar todo, con el apoyo, naturalmente, de mi mujer, le pregunté a mi amigo Enrique Wernicke si no sabía de alguien en Córdoba que me alquilase un rancho, y me dijo que sí, hablándome de alguien que yo no conocía personalmente pero del cual todo el mundo sabía su nombre, por haber sido el dueño de una empresa de filmación: don Federico Valle. Me contó que se había arruinado con el incendio de sus laboratorios, que no tenía seguro (conociéndolo después, comprendí que era muy natural en él) y que desde 1938 vivía en un barrio de Buenos Aires, pero que pasaba largo tiempo en un rancho, en plena sierra, cerca de Carlos Paz. Me dijo que en ese momento estaba en Buenos Aires y que le preguntaría si era posible alquilarme su rancho.
Y así a los pocos días me trajo a un hombre de barba blanca, que parecía un profesor de película, sonriente y reservado. Sí, estaba dispuesto a alquilarme el rancho. Y él ¿dónde viviría? En una carpa, tenía una carpa como depósito y se podía acomodar allí. Le pregunté en cuánto me alquilaría el rancho y me dijo que en quince pesos mensuales. Hice mis cálculos (me iba con la mitad de un sueldo de profesor) y le dije bueno. Y así nos fuimos.
Era sobre el río Chorrillos, a una legua de lo que entonces era Carlos Paz. Y digo entonces porque por aquel tiempo era un pueblito. No teníamos, claro está, ni luz ni vidrios en las ventanas. Y aquel invierno hubo para desdicha catorce grados bajo cero, hasta el punto que el río Chorrillos se heló. Nos teníamos que calentar como el mismo sol de noche con que nos alumbrábamos, y a eso de las siete nos metíamos en la cama, de puro frío que hacía.
Pasamos casi un año, y allí escribí mi primer libro, “Uno y el Universo”, que se publicó en 1945. Un librito que es una especie de balance de mi vida anterior y algo así como el tránsito a lo que fue mi vida posterior.
Debo decir que durante ese período nos venían a ver, de vez en cuando, el director del Observatorio de Córdoba, el profesor Enrique Gaviola, astrofísico famoso en el mundo entero, del cual yo había sido asistente en La Plata, y el profesor Guido Beck, emigrado judío, ex alumno brillante de Albert Einstein. Los dos trataban de convencerla a Matilde. Pero no pudieron. En rigor ellos tenían razón, porque ni siquiera sabía lo que yo era capaz de hacer en literatura, y abandonaba por una especie de fantasma que finalmente podía ser un simple espejismo.
Dejé entonces la ciencia para siempre, no quise ni siquiera guardar un libro de física y matemática en mi biblioteca; los regalé a mis ex compañeros y discípulos, uno de los cuales fue José Balseiro, cuyo nombre lleva ahora el Instituto de Bariloche.
Había que volver a Buenos Aires. ¿Pero adónde? Don Federico me ofreció alquilarme una casa que estaba –me dijo– en Santos Lugares. ¿Qué era eso? Jamás había oído hablar de tal sitio. Nos vinimos juntos desde Córdoba y me mostró la casa, y aquí nos quedamos. Le pregunté donde viviría él. Me dijo que viviría en el sótano. Siempre había tenido vocación por cuevas, subterráneos y cosas así. Allí se improvisó un pequeño departamentito y una pieza arriba, y así vivimos con Federico y con su hija Marina o Marinette (como él la llamaba), durante muchísimos años. Cuando Marina se casó con Dacal (que supo jugar al basquet en el club Defensores), se hicieron un departamento de la parte de atrás. Finalmente, aquello les quedó chico con el nacimiento de sus hijos y se fueron a vivir por aquí, cerca de Villa Lynch. Y yo le compré la casa a don Federico.
Y aquí estoy, para siempre. De aquí me sacarán en el cajón. Y me sacarán únicamente así, porque para mí Santos Lugares es ahora mi patria chica. Vine cuando todavía se encontraban por aquí boliches con mostrador de estaño. Así hubiese querido que permaneciera, pero sé que es imposible. Espero, al menos, que no construirán horrendos edificios torres, para que también aquí nazcan y crezcan chiquitos que sepan lo que es el pasto, las gallinas, los gatos, los grandes patios, las parras y las glicinas. ¿El sueño de un viejo reaccionario? ¿O la imaginación de alguien que ve más lejos que los que creen que el precio del metro cuadrado de terreno en más importante que el precio de un ser humano?

viernes, 11 de marzo de 2011

David Viñas Un intelectual irreverente


A LOS 83 AÑOS, MURIO AYER EL ESCRITOR Y CRITICO DAVID VIÑAS
Un intelectual irreverente


Autor de Los dueños de la tierra y Un dios cotidiano, entre otras grandes obras, y fundador de la revista Contorno, formó a través de sus páginas a varias generaciones. Se extrañará su espíritu polemista y el estilo visceral con el que defendía sus ideas.


Por Silvina Friera



La calle Corrientes ya no será la misma sin el viejo David Viñas, obstinado insuperable y voz entrañable, que murió ayer a los 83 años, a raíz de una neumonía que derivó en una septicemia. El gran escritor, crítico y polemista inigualable deja a varias generaciones en ese doloroso desamparo llamado orfandad. Muchos han tenido el inquietante placer de verlo subrayar con malicia y ferocidad el diario La Nación en el café Losada, en La Paz o los bares que frecuentaba. Cuántos escritores y lectores de a pie han devorado sus novelas y ensayos y lo adoptaron, sin vacilar, como modelo y maestro, aunque por su formación “más bien anárquica”, su estilo visceral, a contrapelo de todo aquello que oliera a biempensante, no perdía la ocasión para aclarar que no le gustaban los títulos ni las consideraciones. Lo exasperaba que lo consideraran un pedagogo, pero a través de sus páginas y sus clases formó a varias generaciones de intelectuales. Roberto Fontanarrosa solía comentar que su primer enganche con la literatura había sido a través del autor de Un dios cotidiano y Hombres a caballo. “Los personajes de sus novelas –decía Fontanarrosa– hablaban como mi viejo. No hablaban de tú. Y puteaban.”

La memoria es un engranaje fallido que no respeta la cronología cuando hay que escribir, con urgencia y tristeza, una necrológica. Lo primero que irrumpe en el manojo de recuerdos no es meramente literario, es un gesto político que alborotó al mundillo cultural de la Argentina. Sus resonancias aún persisten. En 1991 Viñas rechazó la Beca Guggenheim. “Fue un homenaje a mis hijos. Me costó veinticinco mil dólares. Punto.” Así nomás, sin muchos artilugios: contundente y demoledor. Sus hijos, María Adelaida y Lorenzo Ismael, conviene agregar para calibrar más y mejor las dimensiones de esa decisión, fueron secuestrados y desaparecidos por la dictadura militar. Pero antes de exiliarse y dar cátedras magistrales de literatura en California, Berlín, Dinamarca, Roma, México y Venezuela, habría que repasar su formación. Nació en Buenos Aires, en la esquina de Talcahuano y Corrientes, en 1929. Estudió en una escuela de curas, ingresó en el colegio militar, pero fue dado de baja, según escribió, en 1945, por insubordinación ante la tropa armada. Hay una foto que registra un momento memorable de principios de la década del ’50: el joven Viñas (tenía entonces 23 años) le tomó el voto a Evita, que agonizaba en el Hospital de Lanús. “Mi familia no era gorila –advertía por las dudas que lo confundieran–; éramos contreras, que no es lo mismo. Los gorilas despreciaban al pueblo, los contreras criticaban al peronismo sin ningunear sus bases.”

Viñas fundó la revista Contorno, cuyas páginas combinaron altas dosis de marxismo y existencialismo. En esa emblemática revista se releyó el peronismo, a Mallea, Marechal y Arlt. Parafraseándolo, porque la tentación es fuerte, fue un intelectual irreverente que se subió al caballo de la historia por la izquierda. Y se bajó, siempre, por la izquierda. Nunca cedió un ápice de su posición frontal, combativa. Ni en sus mejores páginas. Ni en su vida cotidiana. Uno de los ejes de la obra del autor de Los dueños de la tierra (1958), Cuerpo a cuerpo (1979) e Indios, ejército y frontera (1982) ha sido la constante indagación sobre las formas de la violencia oligárquica y sus múltiples manifestaciones en distintos planos de la historia nacional, como observó Ricardo Piglia. Ganó el premio Gerchunoff en 1957 por su novela Un Dios cotidiano. Un año antes, en 1956, Dar la cara había recibido el Premio Nacional de Literatura, que volvió a ganar en 1971 por su libro Jauría. En una entrevista con Página/12 en 2006 decía que le interesaba más Evo Morales, por su “mayor nitidez y latinoamericanismo”, que el entonces presidente Néstor Kirchner. “Lo mejor de Kirchner fue cuando le dijo al teniente general Bendini: ‘Proceda’. Ese fue el mejor momento del gobierno de Kirchner, no me lo voy a olvidar. Bendini tuvo que poner un banquito y sacarlos”, afirmaba.

Su última novela publicada fue Tartabul o los últimos argentinos del siglo XX. Los personajes del último Viñas –Tartabul, El Chuengo, Moira, El Tapir, Pity y El Griego– fueron militantes políticos en los setenta. La definía como “una especie de réquiem”, una reactualización de Los siete locos, de Roberto Arlt, en la generación del Che. El viejo confesó a regañadientes que le gustaría ser recordado por la irreverencia ante el poder actual. Como decía Vallejo y repetía Viñas: “Perdonen la tristeza”.

Publicado en la edición en papel y online del periódico Página /12, del viernes 11 de marzo de 2011.