domingo, 12 de mayo de 2013

EVOCACIÓN DE BERNARDINO RIVADAVIA por Radulfus


EVOCACIÓN 
DE
BERNARDINO RIVADAVIA

Tomado de loa revista digital Ápices, número 10, editor responsable: Raúl Lavalle.


Por: RADULFUS

  El nombre Bernardino Rivadavia nos remite inmediatamente al prócer argentino. Pero aquí nos referimos a su chozno y homónimo, que fue escritor e integró más de veinte años la Secretaría de Redacción de la revista Proa en las Letras y en las Artes, dirigida por Roberto Alifano.

  No soy la persona más indicada para esta evocación de quien murió en la segunda mitad de este 2011. No obstante, el afecto que le tenía me pone en una cierta obligación. Sin duda otros mejorarán mi tenue intento.

  Lo conocí casualmente, sobre fines de los años ’70. No está del todo bien ese “casualmente”, porque fue en lo de un bouquiniste. Me refiero a la Antigua Librería del Valle, en Callao a pasitos de Corrientes. Cada uno separadamente había ido allí a curiosear y comprar algún tesoro libresco. Y justamente con el señor del Valle comenzamos una larga conversación, que terminó después en el bar La Ópera.

  Muchísimas veces, a partir de entonces, nos vimos. Era para mí una como obligación intelectual visitarlo en su casa de la calle Fraternidad, en ese barrio tan bello de casas tan bellas. En Buenos Aires todos sabemos que decimos ‘lindo’, pero a propósito empleo el derivado del latín bellus, (1) porque, cuando algo le gustaba, él solía decir que era “bellísimo.” También nos veíamos en diversos actos culturales. Con mayor razón aún, después de su vinculación con Proa, para todos nosotros una verdadera academia literaria.

  Era Dino un amigo sincero y afectuoso, interesado siempre en saber cómo andaban mis cosas. Sé que también era así con los demás. Parece esto muy poco, dicho así, pero todos sabemos cuánto vale la amistad de ley. Tenía –justo es quizá decirlo– el defecto de escribir poco. Hay algún libro de cuentos, algunos poemas, ciertos ensayos, notas. En fin, muy por debajo de todo lo que sabía y de su gran sensibilidad. Fríamente hasta me animaría a decir que su genio necesitó una mayor dosis de labor, de esfuerzo. Pero esa era su forma de ser y de sentir la vida. Priorizaba el goce estético y vital.

  Pero en realidad es muy posible que el equivocado sea yo, al intentar transferir mis propios criterios de vida a su plácida existencia. Por eso, querido amigo, (2) te pido perdón por estas torpes reflexiones en voz alta y te ruego que aceptes mi testimonio de admiración por tu extraordinario saber, por tu sensibilidad y por tu bonhomía. Y también por tu pluma, porque lo bueno no es bueno por lo mucho.

  Sí era ingente y profusa tu biblioteca, con volúmenes rarísimos y con unos estantes que llegaban hasta los altos techos. Era muy común que interrumpieras la conversación y sacaras de esos atestados anaqueles una obra ad hoc. Lo normal no era terminar un tema, sino todo lo contrario: nuestros excursus trataban sobre todas las cosas y otras muchas más.

  Y bien, carísimo Dino, te pido que nos transmitas desde tu casa celeste algo de la belleza sublime que contemplas. De a poco iré como rumiando lo que valió para mí tu amistad y la pérdida que significa tu ausencia. Con afecto te saludo con un escuálido intento de epitafio:




Care amice, sit tibi terra
levis. Sic prisci Romani
bonam requiem optabant.
Iter bonum egisti: lectio,
5oltand, diatriba doctis
cum scriptoribus (vivis
et defunctis) voluptatem
quam maximam attulit
tibi in aeternum. (3)


1 - Perdone el lector el desvío etimológico, pero Dino era amante apasionado del origen de las palabras.

2 - Sepa disculpar el lector este cambio de persona en mi humilde escrito.

3 – “Querido amigo, que la tierra te sea leve. Así deseaban buen descanso los antiguos romanos. Recorriste un buen camino: la lectura, la pluma, la conversación con doctos escritores (vivos y difuntos) te dieron el mayor placer, para siempre.”

miércoles, 24 de abril de 2013

Un libro sobre ajedrez no sólo es un libro sobre ajedrez

Prólogo de Héctor Alvarez Castillo para la obra: "Aventuras de Herman Pilnik", del GM (Teleajedrez) Juan Sebastián Morgado.  




Un libro sobre ajedrez
no sólo es un libro sobre ajedrez


  «Contra un Gran Maestro me siento a mis anchas. Yo no soy un ajedrecista de profundos conocimientos ni tampoco de depurado estilo estratégico. Mi fuerza radica en la visión mental de las jugadas. Veo (es como si las tuviera delante de mis ojos) una inmensa cantidad de combinaciones posibles a cada jugada; pero en los grandes planes, en lo que se llama concepto de la posición, en la técnica, soy sin duda inferior a los maestros internacionales. Alternando con ellos, me entusiasma ir comprendiendo, a cada uno de los movimientos de sus piezas, su sentido lógico y científico del ajedrez, y al beber con ansias sus lecciones en plena lucha, ese estado de evaluación intelectual redobla mi eficacia.»

Herman Pilnik, sobre sí mismo.


Es inevitable que aquellos que tenemos un fuerte vínculo con el ajedrez, mantengamos con ella una relación particular. Si debiéramos responder cómo es esa relación, no tendríamos más certidumbre que la que tenía Agustín si le preguntaban qué es el tiempo. Qué nos ha llevado a que ese vínculo sea fuerte y constante, es una cuestión que no hace a estas páginas, pero de alguna manera podemos convocarla para que el diálogo transite no sólo un camino conciente, sino que también logre que las aguas de nuestros ríos interiores se convulsionen, al punto de que se animen y se asomen a la superficie. Y que de una vez se humedezca esa superficie, que debido a la rutina –¡en tantos ámbitos, por cierto!– se manifiesta reseca y estéril.

                No puedo plantear esta cuestión sin dar pistas propias, sin mencionar que el ajedrez se mostró para mí, junto al gusto por la competencia, como un sucedáneo de la literatura y de la filosofía. En su historia se narraban sucesos que atraían mi atención, como si mis ojos y mi espíritu transitaran por un universo de gestas y héroes pertenecientes a tiempos legendarios. La historia del ajedrez –desde los primeros campeones, los maestros, desde los aspirantes al título, los grandes torneos y matches, desde ese pandemónium de hechos y partidas, de dislates y excentricidades–, se desenvolvía ante mí como una épica sagrada.
                Las tardes y extendidas veladas en los círculos de San Martín y de Villa Ballester alimentaban esa tendencia. Con la que también conspiraban las lecturas de «Los maestros del tablero», de Ricardo Reti, la figura de «Bobby» Fischer, el ángel de Tal, la sapiencia de Smyslov y la niñez de Capablanca. Se alentaba en lo profundo una vivencia magnífica de todo lo que hace a las sesenta y cuatro casillas. Y, a lo que a mi experiencia corresponde, se sumó el contacto con ese raro libro que es «La edad de oro del ajedrez», de Juan Fernández Rúa, editado en España por Ricardo Aguilera, allá en 1975. En largas y ricas introducciones se nos preparaba para disfrutar de uno de los períodos más bellos de nuestro juego. Esto que relato era el clima natural que se vivía por esas décadas en los círculos ajedrecísticos a lo largo y ancho del país, centros de reunión e intercambio no sólo deportivo, sino también cultural.

                Este trabajo sobre Pilnik rescata de alguna manera ese ambiente no exento de una bohemia propia de los cafés y de la noche, de caminatas hasta bien entrada la madrugada, de diálogos que derivaban en temas tanto o más inusuales que las combinaciones de Misha, y que siempre han sido un ingrediente esencial para los amantes de Caissa. En estos días, debido a diversos cambios de hábitos –que hacen a la sociedad en su conjunto–, y que responden a más de una causa, no sólo a la informática y a Internet, como solemos afirmar, estos ámbitos propicios para la vida social, se han ido «vaciando», han perdido parte de su ruido y alboroto, y con ello el calor humano que les era propio.
                La cuestión no es pensar en el retorno a una edad de oro. Toda época alterna en sí misma con oro y plata, piedra, hierro, madera y bronce. Sólo debemos elevar cada tanto la vista y contemplar hasta lo más distante que alcancen nuestros ojos la tierra que divisamos, con la seguridad de que con los días esa distancia será mayor y veremos con otra precisión lo que ayer era un objeto lejano.

                ¿Qué es necesario para que ahora los ajedrecistas, los amantes del ajedrez, se distraigan de la competencia, de sus bases de datos y de sus programas de entrenamiento, y fijen su atención en un libro que no sólo contiene partidas comentadas, sino que también habla de historia y de anécdotas, que atraviesan décadas de la trayectoria vital de uno de los esenciales maestros que integraron esa etapa de esplendor del ajedrez nacional? Sin dudas que hay que alentar una inquietud mayor que la que solicitan las bondades de tal apertura o cual defensa, de la destreza en tal o cual posición. Un amor y disfrute profundos son los acicates que nos incitan hacia una cultura de matices abarcadores y fecundos, en oposición a otras perspectivas excluyentes y mezquinas. Por eso es que debemos estar sumamente alertas ante las tendencias que hacen de la técnica y la especialización la meta, el éxito, la salida, porque en su limitación esa misma técnica y especialización resultan no sólo asfixiantes, sino que también son, en consecuencia, ellas mismas asfixiadas. Resulta risueño imaginar un futuro en que en una conversación de ajedrecistas a la Ruy López se la mencione como C 60 ó a la Siciliana como B 20.

                Eliot, uno de los poetas esenciales que dio el siglo XX, reflejó en su obra gran parte de la crisis de nuestra civilización y del hombre contemporáneo. Y en los coros para «The Rock», de 1934, realiza un hábil contrapunto entre el exterior y lo interior –movimiento/quietud, palabra/silencio.– Allí nos expresa:

«Todo nuestro conocimiento nos acerca a la muerte,
Pero la cercanía a la muerte no nos acerca a Dios.» 1

  Y luego de estas afirmaciones continúa con lo que ahora venimos rozando:

«¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir?
¿Dónde está la sabiduría que perdimos con el conocimiento?
¿Dónde está el conocimiento que perdimos con la información?»2

                Hacer de la partida una pieza de arte a la que volvemos una y otra vez, como se retorna a la música que nos conmovió o al poema aquél, donde percibimos que el poeta dejó en palabras lo que latía no sólo en nuestro corazón, sino en nuestro intelecto, es de alguna manera una intención que puede exceder la ambición del joven maestro o la del aficionado que se sienta a disputar una ronda, en un torneo al que nadie dará trascendencia. Pero considero que no es una posibilidad errada, un camino cerrado. Con seguridad que no perjudicará nuestra disposición al juego y que hará de esta actividad algo más atractivo.

                La seguidilla actual de torneos, la crisis que existió a nivel internacional tras el cisma que produjo Garry Kasparov, y el posterior menoscabo en la consideración al título de Campeón Mundial, sumado esto a la profusión de información –que obnubila incluso más al aficionado de club que al maestro, como si aquél no estuviera en condiciones de superar la visión limitada del perito–, hacen que en ocasiones se extravíe el Norte. La maestría que otorga el ajedrez solicita el tránsito por su rica historia a la par del conocimiento teórico y de las horas dedicadas a la práctica, para que el disfrute y la profundidad de su comprensión sean íntegros.


                Pilnik ya es un nombre que está en ese tiempo de leyenda de nuestro ajedrez. Su nombre evoca un período de gloria, en el que nuestros mejores maestros participaban en los torneos más importantes del calendario internacional, y eran capaces de alcanzar dignas colocaciones y buenos resultados ante los mejores jugadores del mundo. Algunos de ellos, justamente, eran argentinos. En la selección de partidas que aquí se presenta desfilan como rivales futuros campeones mundiales, aspirantes, campeones argentinos y sudamericanos. Pilnik se lleva el punto ante rivales de fuste. La lista de jugadores vencidos por el maestro, en su dilatada carrera, es larga; aparecen nombres que invitan a una sana envidia: Euwe, Stahlberg, Najdorf, Matanovic, Milic, Bogoljubow, O’Kelly, Unzicker, Julio y Jacobo Bolbochán, Filip, Panno, Rossetto, Trifunovic, Guimard, Sanguinetti, Soltis, Eliskases, Pachman, Ivkov, Czerniak, Szabo, Portisch, Stein, David Bronstein, Smyslov y Petrosian, entre otros. Y recordemos que con este último perdió ajustadamente un match a cuatro partidas, con motivo del enfrentamiento Argentina vs. URSS de 1954 (=3, -1). 

                Lo que se exhibe, gracias al cotejo que de la documentación histórica realizó Juan Sebastián Morgado, es la poderosa vitalidad y orgullo de Pilnik, conjunción que a mi juicio fue el motor que llevó su talento hasta la maestría. Esa energía fue lo que movilizó al muchachito que llegó en la adolescencia a Buenos Aires y que se fue abriendo camino en los certámenes de clubes, inicialmente, para luego ser un jugador destacado entre los que eran parte del Torneo Selección y del Mayor, nuestro campeonato argentino de ese entonces.

                Existe un hecho histórico –quizá hijo dilecto del Torneo de las Naciones de 1939–, que es la instalación en la década del cuarenta del Torneo internacional de Mar del Plata, como cita de lo mejor del ajedrez nacional y de los maestros extranjeros, que permanecían en nuestro país. Es allí donde Pilnik dará en 1942 un salto realmente consagratorio, haciéndose con el primer puesto en la edición de 1944, ex aecquo con Miguel Najdorf. A los campeonatos argentinos de 1942, 1945 y 1958, se deben agregar, como momentos cumbres de su carrera, la participación en el Interzonal de Gotemburgo, Suecia, de 1955 –justa en la queda séptimo/noveno entre lo mejor del ajedrez mundial, compartiendo posición con Boris Spassky y Miroslav Filip–, y la correspondiente clasificación al torneo más alto, al Candidatura que se realizó en Amsterdam, Holanda, en 1956. De esa lid saldría retador al título mundial Vasili Smyslov. Por segunda vez se batiría, y esta vez con éxito, ante el campeón: Mihail Botvinnik.
                La historia dice que al turno final del Candidatura de 1956 calificó otro argentino: Oscar Panno. Quien quedó sorpresivamente afuera fue Miguel Najdorf, ya que ocupó el duodécimo puesto en Gotemburgo.

                Tiempos antiguos en los que nuestro ajedrez integraba la elite mundial. Si nos deslizamos algo del hilo principal, no está de más recordar los subcampeonatos olímpicos de Dubrovnik, Yugoslavia, en 1952, de Helsinki, Finlandia, en 1952 y de Amsterdam, Holanda, en 1954; seguidos por el cuarto puesto de Moscú, URSS, en 1956, y los terceros puestos de Munich, Alemania Federal, en 1958 y de Varna, Bulgaria, en 1962. A excepción de este último equipo –que no integró Herman Pilnik–, en los otros tuvo destacada labor, siendo incluso el capitán y primer tablero, delante de Oscar Panno, en la edición de 1958.
                Si bien esta época tampoco fue ajena a las rencillas y conflictos a nivel federativo –que ya son un mal endémico para nuestro ajedrez– entonces existía una pujanza y bonhomía generales que apuntalaban proyectos más ambiciosos que los que en el siglo XXI nos animamos a pergeñar.

                En consonancia con lo dicho arriba, me atrevo a sugerir que hasta las décadas del sesenta y del setenta, el talento natural y un medio propicio, podían suplir deficiencias en la preparación general. Actualmente, otros elementos influyen fuertemente en la formación y rendimiento de las jóvenes promesas, y marcan a fuego e hierro sus carreras deportivas. A esto se añade la decadencia pronunciada de nuestra sociedad en el plano internacional, en comparación a lo que supo ser Argentina hasta mediados del siglo pasado. Es paradójico que en la era de los mayores avances en comunicación y en transporte, nuestro país parezca haber quedado a una distancia mayor de los lugares donde pasan las cosas. Y esa distancia también se refleja en el ranking individual de nuestros maestros con respecto a los mejores, y de nuestro combinado nacional en los Juegos Olímpicos, donde le cuesta mantener un sitial de limitado liderazgo, incluso, entre el resto de los países latinoamericanos.
                Sobre esta cuestión son interesantes las siguientes palabras de Pilnik, vigentes más allá del momento en que fueron pronunciadas, que no hacen sino refrendar lo que estamos expresando: «El ajedrez ha llegado a un grado tal de adelanto, que hoy, para triunfar hace falta conocimiento de la teoría, técnica, preparación física, moral y nervios. Con el talento no es suficiente.»



                 Si leemos a Eliot, a Ezra Pound, a Borges o Cortázar, si leemos a Shakespeare, a Dante Alighieri, con seguridad que nuestro ajedrez no mejorará directamente. El dominio, la maestría que tengamos sobre nuestro arte, no variarán por esas contribuciones. Pero sospecho que en algo esas lecturas nos harán más sabios y más sensibles, y que si nos enriquecemos como seres humanos, nuestra comprensión del ajedrez también será beneficiada, y con ello nuestra práctica y nuestra relación con todo lo que el ajedrez significa. Haberse enterado de cómo fueron los inicios de Raúl Capablanca, las idas y vueltas de Robert Fischer en el Torneo Candidatura, qué fue de Morphy luego de su viaje triunfal a Europa, del amor de François-André Danican Philidor por la ópera, de sus estadías en el Café de la Régence en compañía de Jean-Jacques Rousseau, tener noticias de cómo fueron los últimos días de jugadores enormes de la talla de Pillsbury, Rubinstein, Steinitz o del mismo Lasker –que tanto bregó en su vida para no pasar por una vejez en penurias, sin atisbar el monstruo del nazismo–, o de las manías de Nimzowich con la gimnasia y otras cuestiones, nos enriquecerá por encima de lo que sospechamos. Éstas y otras tantas historias y anécdotas son la sal del ajedrez, y con certeza que con ese condimento lo que hagamos, no sólo en el tablero, tendrá otro sabor. 


                Este libro de historia y comprensión ajedrecística, que gira alrededor de la trayectoria temprana del maestro Herman Pilnik, me atrevo a declarar que, tanto desde su aspiración a su concreción, participa del espíritu y de la mirada abarcadora que sugerimos en estas páginas. Existe la necesidad de la aparición y lectura de libros de investigación histórica, que estén regados de ejemplos, relatos y análisis técnicos de arte ajedrecístico imperecedero. «Las aventuras de Herman Pilnik» es un objeto preciado y ojalá que dispare en nuestra literatura la aparición de obras semejantes. Hay en nuestro ajedrez mucho material para la investigación que hace décadas pide la atención de las nuevas generaciones. 


                En alguna enciclopedia se podrá hallar una breve colección de datos biográficos donde conste que Pilnik fue un destacado maestro en nuestro arte, nacido en la ciudad de Stuttgart, Alemania, en el año 1914, formado ajedrecísticamente en la Argentina y fallecido en la República de Venezuela, allá en 1981. Y en las bases de partidas encontraremos cientos de las disputadas por él. Pero es en el tipo de obra que ahora tenemos entre las manos donde se halla lo otro, lo que corona el sentido de nuestra dedicación al ajedrez.



Sáenz Peña, marzo de 2011


1 «All our ignorance brings us nearer to death,/ But nearness to death no nearer to GOD.»
2 «Where is the Life we have lost in living?/ Where is the Life we have lost in living?/ Where is the wisdom we have lost in knowledge?/ Where is the knowledge we have lost in information?» 

viernes, 8 de marzo de 2013

La soledad del artista

          Hace largo tiempo, en una aldea cercana al mar, vivía un solitario que gozaba de sus horas libres cultivando un pequeño jardín hecho de rosas. Rosas blancas y violetas, rosas rojas, lilas y vivaces, eran la ocupación a la que otorgaba el sentido de la vida.



            Cuando la llovizna caía sobre las flores o el sol picaba la piel con intensidad, él tomaba la guitarra y recordaba antiguas canciones alegres al tiempo que melancólicas, y al día siguiente retornaba a su afán. Uno a uno armaba los ramilletes que enviaba a los habitantes del pueblo. Todos recibían sus flores, pero eran pocos los que alguna vez comentaban las ofrendas. Nunca se decía nada acerca de la belleza que esas flores exhibían.




            «¡Me han llegado rosas, también les han llegado a mi sobrina, al abuelo!»

            No se oía más que esto; sin embargo el jardinero, por muchos años, hasta el día en que se despidió, continúo con su tarea.





Sáenz Peña, septiembre de 2004

domingo, 3 de marzo de 2013

Serás mi alimento


            Comenzaré comiéndote un brazo, seguiré por las piernas, los talones, seguiré por los dedos. Luego regresaré al cuerpo, a todo el húmedo cuerpo. No te dejaré los labios. Los labios serán míos. No te quedará nada. A la hora de la siesta, mi boca tomará tu cuello, tu cabello, tus ojos; tomará tus entrañas. Moleré tus dientes con mis dientes, tus huesos con mis huesos. Devoraré todo lo tuyo, lo que te pertenece, lo que ansío y se presagia inasible. Serás mi banquete; me daré el gusto de comerte, de sentirte bien dentro.


   Hay ocasiones en las que oigo a un pájaro cantar a lo lejos y no veo sus ojos ni adivino su sombra, esas veces me he preguntado: ¿Por qué deseo hacerlo? No conozco a ese pájaro, sólo oigo su canto. El canto de ese ave que me habla y no sé qué habla. Me lo he preguntado y me animo a decírmelo cuando vuelvo sobre ti y se agota el día sin que se agote el deseo.


            Deseo comerte para que siempre estés cerca, para tenerte de todas las formas, para que nunca más, ninguno de los dos, esté ni vuelva a estar solo. Para que siempre, siempre; por eso deseo comerte. Y para que sigamos juntos, de una manera a la que aspiro y no sé si tiene nombre, a la que aspiro y no sé si es verdad, por eso deseo comerte, por eso puedo irme para siempre, porque no sé lo que sucede, porque apenas lo entiendo, porque te he probado, porque mi paladar sabe del sabor de tu carne, de la furia de tus besos, de lo suave de tu cuerpo. Por eso y lo que callo, voy a comerte.

Villa Urquiza, enero de 2005



sábado, 2 de marzo de 2013

Otros nombres en la colina


El goteo incesante de almas.
Cuatro troncos de árboles vivos, mojados con violencia, se alzan a metros de donde estoy. La lluvia se derrama excesiva.
            Un rumor no cesa alrededor. El cachorro está a mi lado. Respira con pausas y luego bosteza.
            No se detiene, la fuga de almas no se detiene.
            Macetas inundadas ahogan plantas a su guarda. Y sube el color intenso de la cerámica hasta un marrón naranja encendido.

            Esa mujer que vi, destinada a caminos que no descifraré ni conozco, me comunicó sobre los árboles y sobre el agua un saber que no tenía.

            Una mano delicada, a trazos de artista, borra en nuestro descuido y silencio las formas de los otros. Un día nuestro contorno también es suprimido.




Villa Devoto, noviembre de 2009

viernes, 8 de febrero de 2013

Luz, cámara, acción


Por Héctor Alvarez Castillo
  
Leí que los miembros de los pueblos primitivos temen que les roben el alma. Recordemos que Fausto y algunos de sus imitadores la han entregado voluntariamente; si bien, y no es dato menor, al momento de la elección gozaron de un esbozo de libertad. El inconveniente con los aborígenes de nuestra América o con los negros del África es que ellos saben que no tienen ni tendrán derecho a la elección. Están por debajo de esa consideración tan propia de las democracias. Alguien les roba el alma, la toma y se la lleva lejos, y ellos –los pueblos primitivos– jamás vuelven a saber nada acerca de su propio interior. Se quedan con lo externo, como una cáscara, y se habitúan (ellos mismos) a verse desde afuera y a deambular en el mundo como una proyección.
            De ahí el temor rotundo al poder de la cámara, al clic de la fotografía. Sospechan que no sólo se captura la imagen, sino que junto a la imagen va el alma. Terror semejante los azota ante los espejos. Aunque en esas experiencias han aprendido que con un leve movimiento pueden hacerse a un lado y restarle dominio a esa magia.

Leo, leí, que nuestros suspicaces y astutos políticos-gobernantes –tanto de naciones vecinas como lejanas– también saben del poder de la cámara. Ridiculizan, mirando hacia un costado, a los primitivos, pero en la intimidad, entre sus secuaces –llámense colaboradores– reconocen el don de la imagen. Es por eso que desesperan por la obtención de una foto. Si huelen que alguien está un escalón más alto, se desesperan por una instantánea, aunque meses después es probable que deban alimentar una fogata con ese recuerdo. No interesa su prontuario, (disculpen el exabrupto), su curriculum. Son capaces de pagar por ella. Y ocultan la paga como Judas ocultó sus denarios. Y a su vez –la pirámide es de ida y vuelta– cobran cara su propia imagen cuando es a ellos a los que, otros escaladores, les ruegan el favor.


            Fotos, fotos, fotografías, con éste o con aquél, concitan la gracia, alzan las encuestas y, por magia, trastornan la realidad. Pero nunca la transfiguran. El hombre –más que la mujer (ahora también la mujer)– es prisionero de la imagen. La imagen es concebida como el argumento que da consistencia al discurso vacío de sentido. La foto revelada es la verdad revelada.

            No demos vueltas –ahora que lo aceptamos– nadie regala su imagen. En la foto está el alma. Y ellos lo saben, como lo intuían desde el comienzo de los tiempos nuestros humildes primitivos. En sus discursos se elevan altas creaciones de la sofística y la retórica, pero una foto abre puertas que sólo la llave del misterio conoce. Tapas de diarios, noticieros, reportajes, un huracán de posibilidades nace de una foto. Antecedentes, citas, agendas, son sólo palabras emparentadas a una oportuna fotografía. Y siempre va el alma en ellas.

 
Sáenz Peña, julio de 2008
Del libro "Naif. Del Juego a la Literatura"
Alvarez Castillo Editor, Buenos Aires, Argentina, 2013
Editoriale Giorni, Roma, Italia, 2013. Edición bilingue italiano/español, a cargo de Marcela Filippi Plaza

martes, 15 de mayo de 2012

Teatro a toda hora




Escribe: Héctor Alvarez Castillo

Flores.– El pueblo junto viene.”
Fuenteovejuna, Acto III, Escena V; Lope de Vega

A veces me preguntó cómo se dio esa cosa loca del teatro en Buenos Aires, esa explosión de obras, obras y más obras, desparramadas por toda su geografía, y hago pie en la coyuntura del año 2001. Con la crisis y una clase política que carecía de respuestas, en la población se generó una reacción genuina que buscaba caminos donde canalizarse. Aparecieron los cacerolazos y con ellos las asambleas barriales. Éstas se dieron en plazas, locales abandonados, en cualquier medio propicio. Los vecinos que no sabían de la existencia del otro, lo conocían y aprendían de una realidad política que los contenía a todos. El Apocalipsis cedió ante espacios culturales que se mostraban pujantes, creativos. Y cuando cierta normalidad fue asomándose en el horizonte, comenzaron a oírse nombres de jóvenes cineastas, de directores, de compañías artísticas que se autogestionaban. Los recitales de poesía se instalaron con un vigor nuevo; los músicos callejeros, los actores a la gorra, se hicieron parte del paisaje urbano.



  Socialmente se dio un fenómeno que solicitaba que el arte diera cuenta de él, y en esas expresiones el arte debía enunciar su presente. Por lo que ahora observo, éste no se hizo a un lado, no anduvo distraído. La sociedad civil tomó el espacio y en él se gestaron nuevas formas de relación, se recuperó un tejido social agrietado desde el Proceso militar y el Proceso menenista. Y el teatro fue uno de los beneficiados de este movimiento que explotó, con mayor virulencia, en Buenos Aires. Estas manifestaciones no respondieron a una directiva, no fueron conscientes. Lo que ocurrió fue espontáneo. Fue parte de nosotros.

  Actualmente, no hay quien pueda ver más que una ínfima muestra de las obras que, simultáneamente, están en cartel. El circuito underground –que convive con las salas del estado y con las tradicionales– se mueve, con preferencia, en algunos barrios, pero no se limita a ninguno. La dinámica hace que el fenómeno esté diseminado en toda la ciudad.
  Los festivales de cine –el BAFICI, en especial– y encuentros como el reciente Festival Internacional de Teatro, son emergentes de aquello, al tiempo que contribuyen a que este entusiasmo se mantenga. La sociedad tuvo la necesidad de expresarse y fue natural que lo hiciera en distintos ámbitos, y el arte, ese día, estuvo ahí.