viernes, 31 de diciembre de 2010

Cuando nos alcance la felicidad


Cuando nos alcance la felicidad


Hay que estar preparado, entrenado día y noche, bien despierto de alma y corazón, para cuando llegue y nos alcance la felicidad.
Nos debe encontrar de la mejor forma, espléndidos, fuertes y rozagantes; ni débiles ni huraños. Aquellos malos días deben haber pasado.

Vendrá la felicidad y nos hallará jóvenes, pletóricos de ilusiones.
La felicidad será nuestra.

Llevo conmigo la imagen de la luna detrás de altas ramas que rodean el espejo de agua donde se reflejan tu figura y la mía.

Si preguntaras a esta hora –cuando cierro los ojos y sólo veo dentro de mí– de qué felicidad hablaba la otra tarde, te respondería que ninguna palabra viene a mi boca para confesarte lo que no sé, pero que al instante percibo en íntimo conocimiento.
No hay esmero que alcance este saber.
Lo que trasmite esa imagen es lo que tengo para darte, y ésa es mi felicidad. La tuya será otra imagen. La tuya tal vez tenga palabras.

Con los días muda la imagen. A veces estoy solo, otras acompañado. No siempre hay silencio, pero aunque no hable, ni murmure, en mi pensamiento fluye una música.

Cuando nos alcance la felicidad la luna estará en lo alto.

Sáenz Peña, abril de 2007/ Villa del Parque, enero 2010

domingo, 17 de octubre de 2010

Madre


Madre

Madre,
Madre,
Madre,
Te asombras, te alborotas,
Mi madre,
Madre,
Madre.

Héctor Alvarez Castillo
Poema de "Amatista, 1981-1985"
El barco ebrio, 1985

domingo, 1 de agosto de 2010

El reino de Mâra


a Carmen Dragonetti y
a Fernando Tola
Cuando las cosas se revelan en su
verdadera naturaleza al brahmán que
medita con fervor, entonces él
dispersa al ejército de Mâra, como
el sol que ilumina el cielo.
Udâna I, 3



Dejó la atizada escudilla encima de la tierra. Esa mañana, de
la limosna obtuvo su única comida. La noche anterior no le
había dado descanso al joven monje y antes de que cesara la
luz quería llegar al bosque donde moraba el bhikkhu Uttiya.
Sabía que el maestro lo esperaba desde esa caminata final
alrededor del estanque de la antigua ciudad.
Tuvieron que pasar largos y esforzados años antes de que el
joven bhikkhu realizara dentro de sí el conocimiento anhelado.
En los últimos meses las prácticas ocuparon buena parte de las
jornadas. Descansaba al resguardo de la sombra; el sol cada
vez más fuerte se hacía difícil de soportar. La pasada estación
fue más pródiga en reptiles y alimañas. Saddhamanda
permaneció semanas enteras internado en los bosques, aislado
del mundo de los hombres, enfrentado a los fantasmas y a su
soledad, realizando los deberes en el mayor silencio. Al
amanecer, el canto de los pájaros era auspicioso anuncio para
comenzar. Caminaba y meditaba hasta que el sol desaparecía
nuevamente y la tierra tornaba a ser penumbra. Una vez un
pájaro blanco lo siguió un trecho del sendero. Oyó el ruido del
aire cuando se abre, las alas planear y sacudirse. Miró el cielo
y vio donde estaba. Cerró los ojos y volvió a observar. Susurró
unas palabras y continuó solo por el camino.
Diariamente realizaba los mismos actos como si fuesen un
ritual. A la luz del sol llegaba hasta el río para restregarse los
ojos con agua fresca. Luego marchaba en busca de un sitio
donde ejercitar las posturas en las que había sido instruido.
Saddhamanda tuvo un feliz comienzo al unirse a la comunidad.
Las primeras enseñanzas cayeron sobre buena tierra y el camino
a la ordenación fue haciéndose llano. Saddhamanda cumplía
estrictamente con los deberes que le daban, no había prueba
que inquietara su templada voluntad. Antes del mes de vesak
—en el cual tomó los hábitos—, sus palabras y gestos ya
exhibían un gran desapego hacia todo lo de este mundo. Pareció
de toda la vida dejar las ropas comunes y tomar el manto
amarillo como protección. Entró en el sandha con una fe
inquebrantable.
En Buda me refugio, en Buda me refugio, repetía con la voz
de quien reitera una acción desde un tiempo incierto. En ese
estado reinició la senda cercana a los bambús, con los ojos
semejantes al loto en el otoño. Sabía que Uttiya lo aguardaba.
Todavía joven, pero ya maduro para ese día, había comenzado
la marcha más importante de su existencia.
Al refrescar su cuerpo, por un instante recordó el sueño de esa
última noche. Si cesan tus deseos, cesará el mundo, tuvo que
decirse una y otra vez. Marâ se le había hecho presente con
más intensidad que nunca. Las tentaciones finales eran las más
difíciles. Provenían de lo más profundo. Residían en sus mismas
entrañas de hombre; toda esa noche debió luchar con firmeza
para vencerlas. El sol lo halló exhausto y a la vez más seguro,
más cerca del último paso. El bhikkhu Saddhamanda había
inclinado a la carne, ahora sólo restaba deshacerse de apegos
originarios y alcanzar el vacío. Estaba preparado, en su interior
la malicia y el error ya no tenían de qué aferrarse.
Al atardecer llegó al extremo sur del río. Desde lejos su olfato
reconoció el olor a carne humana y fue directamente hacia el
lugar en que las ramas se confunden con raíces y surgen de la
tierra transformadas en nuevos troncos. Bajo un árbol Bo, el
Thera, en posición erecta, aspiraba y expiraba profundamente.
Saddhamanda dejó la escudilla a un lado. No quería alterar al
bodhisattva. Por un momento contempló el esplendor de la
naturaleza. La tierra permanecía en paz, el aire era cálido en
esa región y el agua había apaciguado todo el fuego. El monje
comprendió que los elementos eran benignos para la
oportunidad. Miró por un instante al bhikkhu. No sintió el
anhelo de acercarse. Cualquier deseo sería agregar causas al
samsâra. Sólo el Señor de los elefantes era el refugio y la
protección que necesitaba. Ese ejemplo había sido su guía y
reparo, ahora el ciclo de las existencias quedaría vacío, como
la médula de un árbol llautén.
Al igual que Uttiya realizó la asana perfecta, se sentó listo a
realizar los ejercicios respiratorios hasta regularizar el ritmo
del corazón y entrar en samadhi. Su pensamiento se concentró
hasta quedar desprovisto de toda idea, sin tener más respuestas
ni preguntas para el mundo. Su lengua calló, ya no había nada
que pronunciar y su cuerpo, más inmóvil que el árbol sagrado,
dejó de producir acciones. Nada ligaba a los monjes con las
cosas, porque ya nada les pertenecía. Se habían desprendido
de toda conciencia y Mâra no ejercía más dominio sobre ellos.
No quedaban vínculos, era la vía, la Iluminación.
Aspiraban y expiraban con regularidad, su sangre corría más
despacio por sus venas. No se reconocía uno del otro. No eran
Uttiya ni su discípulo. No eran las aves del monte ni eran el
monte, no eran la noche ni el sol que despeja la telaraña de la
noche.
La llovizna comenzó a mojar los cuerpos, leche de arroz
vertiéndose desde una gran nube blanca. Luego se oyeron
fuertes truenos y rayos y la lluvia se hizo más dura con la
tormenta. Sólo se veía el débil reflejo de la luna sobre un claro
de agua. Por días y noches llovió más que en varios años y el
río creció hasta rebalsar sus límites y llegar al cuerpo de los
budas. Primero mojó sus pies, luego cubrió sus piernas y el
torso de ambos. Llovía incesantemente. El agua llegó a sus
bocas y cubrió sus rostros.
Cuando la tierra enmohecida volvío a ser divisada, ya no
quedaban restos de los hombres, sólo unas viejas túnicas
enredadas en las ramas de un árbol.

La Paternal, 1987 / Almagro, enero de 1990

domingo, 21 de marzo de 2010

Marzo, el mes del no libro


Si tenemos en mente cualquier definición histórica de libro desde que el ser humano creo la escritura, desde que los griegos acunaron el término biblós para referirse a lo que en un inicio era un rollo de papiro, el mes de marzo para nosotros es el mes que se muestra consagrado con mayor insistencia a ese frágil pero perdurable objeto. Al comienzo del llamado ciclo escolar miríadas de niños, adolescentes, jóvenes y padres recorren librerías, ferias y bibliotecas, en su trajinar tras las solicitudes de los docentes. Pero, ¿se consagran al libro? ¿Existe a la par de lo intenso de esa búsqueda un respeto y aprecio similares?

El libro se transforma y casi se limita a una mercancía. Las librerías que trabajan con textos escolares y complementarios, pasan a ser el privilegiado sitio de intercambio de ese objeto devaluado que parece haber extraviado su esencia. Entre la mano que paga y retira un ejemplar y la que cobra y entrega el libro subsiste la misma relación que entre la que entrega y la que retira una lata de conservas o un pan de manteca. El intercambio de marzo, que llega hasta abril o mayo, despoja al libro tanto de la dimensión de reservorio del saber como de instrumento para el mero esparcimiento o disfrute. La comercialización del libro de marzo, gracias a sus principales actores -las editoriales de textos, los docentes y los padres- es un vasto escenario de la alienación. La "extrañeza" que este ejercicio guarda con el objeto transmisor de conocimiento convierte a éste en un ente vacío de sentido. El libro transformado en mercancía es manipulado con desdén, como una obligación y no una cita, invitación al descubrimiento y la creación.

En marzo sucede todo aquello que uno no esperaría que sucediera. En marzo todos somos libreros. Las editoriales invaden ámbitos del circuito comercial vedados por principios básicos de comercialización, penalizados por leyes que no se aplican. Grupos preponderantes dentro del mercado editorial, como Santillana, disponen parte de su fondo en "promoción", y a esas ediciones "promocionadas" les marcan precios de novedad, bajando los descuentos. Con lo cual percibimos que la promoción sólo sirvió a la editorial, ya que limpió stock con mayores ganancias. Les comento que esto no es más que un ejemplo de jardín de infantes en comparación de otros comportamientos regulares como son las ventas dentro de los mismos establecimientos educativos, con la anuencia de los directivos, la bendición a librerías, en perjuicio de otras, y demás conductas semejantes.

¿Puede modificarse este panorama? Primero hay que recordar que este mercantilismo obsceno está ligado a la estructura del año escolar, al cual parasita. Y que es hijo dilecto de la conducta indecente -cuando menos- de las editoriales de texto, sumada la "ignorancia" hacia el libro que recorre por el resto del año a la mayoría de los hogares. Si durante el año el libro ocupara una posición distinguida en el núcleo de las familias, ahí tendríamos la primera defensa. No se tildaría de gasto, de molesto gasto, a la compra de los textos escolares, con lo cual el primer acercamiento sería distinto y el nivel general de los mismos, en una sociedad más ilustrada, tendería a ser más alto. Tengamos presente que se dice que en nuestro país, antiguamente, la enseñanza era más completa o profunda. Los invito a abrir un libro actual, por ejemplo, de literatura para cuarto o quinto año del bachillerato y, en comparación, a que se haga lo mismo con los antiguos manuales de la editorial Estrada, preparados para esa misma asignatura. Es probable que estos últimos fueran dirigidos a otros alumnos, con otro compromiso escolar, y también a otros docentes y a otra concepción política de la escuela. El contenido del manual de la década del ochenta por cierto que es altamente superior, al menos a los ojos de quien escribe este artículo. También pueden probar con los libros de matemática, de geografía. Ustedes propongan.

Marzo dejará de ser el mes del no-libro en gran parte cuando sus principales actores tengan una relación de aprecio durante todo el año hacia el libro y lo que él simboliza para nuestra cultura, desde los albores de nuestra civilización hasta nuestros días.

Héctor Alvarez Castillo

martes, 23 de febrero de 2010

Extravagancias de un bestiario


Extravagancias de un bestiario

Sé que los unicornios no existen. Ninguna persona sensata discutiría sobre esto; pero en este punto no se acaba el tema. No es el escorzo que sobre esta materia me importe tratar en el último apartado, porque no nos hemos reunido para oír más de lo mismo. Los escolares en el nivel básico gozan de conocimientos mayores y no andan dando discursos por ahí ni por allá. Las amas de casa sospechan lo mismo.

Lo que a nosotros nos interesa de una manera entrañable –íntima diría el poeta– no es la cuestión zoológica de la existencia de los unicornios o su privación, sino el color y el pelaje de los animales que aparecen, fortuitamente, por las grandes praderas con absoluta libertad. Animales que diariamente contemplamos corretear por el valle de los elefantes hasta los límites escabrosos donde nace el país de los sorgos.
En ese lugar disfrutan de su albedrío con tal regocijo que nadie en sus cabales dudaría por un instante de que en verdad están ahí y no son meras apariencias diurnas.

En la sección sobre el color y el sexo se agrega que son dos asuntos que van en yunta. Uno incide sobre el otro desde la indiferencia tanto como desde la intencionalidad.
Y en materia de especulación, la sexualidad de estas bestias fabulosas –en concordancia con las creencias acerca de los ángeles– se expresa que son sustancias puramente inmateriales (recordemos en esto la teofanía erígena). Presenciamos la proyección de cuerpos espirituales simples que en otro orden no debieran tener contornos sensibles ni figuras. Esos seres –como los ángeles de los que nos habla el irlandés– participan en Dios según su mismo ser. Algo semejante ha indicado Tomás.

Las discusiones sobre el sexo de los ángeles como sobre el pelaje y demás cualidades de los unicornios, son en verdad tan fascinantes como bizantinas, desde el triste avance de la ciencia empírica y la negativa –o imposibilidad– que tenemos de hacernos con ejemplares de estos dos grandes grupos para su concienzudo estudio.
Debemos resignarnos a las creaciones de nuestra fantasía e imaginación. Algo semejante les sucede a los musulmanes con las vírgenes que habitan el paraíso –según delata el Corán– llamadas hurís y nacidas de azafrán, almizcle, ámbar y alcanfor. Estas diáfanas doncellas se entregan a los creyentes una vez que se despiden de esta vida terrenal. Ellos gozarán de estas perpetuas vírgenes tantas veces como hayan ayunado en el mes de Ramadán y de acuerdo a las buenas acciones que hayan cometido.
Las hurís –para mayor deleite de los sentidos– llegan a los elegidos por intermedio de un ángel que les alcanza una naranja o una pera, sobre una bandeja de plata. El agraciado musulmán abre el fruto y de él sale la hurí destinada.

Villa Maipú, febrero de 2001 / Sáenz Peña, febrero de 2010
Del libro: "Naif. Del Juego a la Literatura"

jueves, 11 de febrero de 2010

Paseo con tortuga




Paseo con tortuga

Supongamos que hace años usted posee una tortuga de agua y que, debido al paso del tiempo, ésta ha crecido hasta el tamaño de la mano –el de la mano abierta, no el del puño cerrado– y hoy decide llevarla a un paseo por la ciudad, como es habitual que se haga con otras mascotas.

La saca de la celda vidriada donde taciturna presencia irse la vida –reconozca que no sólo la de ella, sino la de todos los miembros de la familia; desde la de su suegra hasta la de Melquíades, el gato molesto que a cada descuido aprovecha para darle un zarpazo al agua– y así, empapada, rociada de algas, se la mete de un impulso en el bolsillo del saco azul cielo, que sólo ante eventos especiales extrae del placard.

Y ahora, con la tortuga extraviada en su ropa, humedeciendo el forro interior del lado izquierdo y la camisa Yves Saint Laurent que le obsequió la tía Marga, sale a la calle, arreglando el nudo de la corbata en un ademán de dandy, sin que ningún gesto trasmita esa realidad de patas breves y robustas que se agita cada tanto en el interior, emitiendo señales de que ella está ahí, de que existe a semejanza de los otros.

Descenderá del ascensor e irá derecho hacia la estación del subte. Viajará de Medrano hasta el Obelisco, sonriente, sentado entre dos mujeres que no sospechan siquiera el por qué de su mirada. Luego hará el camino hasta dar con el sitio que busca. Se sentará en la fuente que está a metros de la tipa y el ceibo, y la extraerá con cuidado y afecto del bolsillo que ya es un breve lago.

La alza en una mano y la mira. Es la tortuga de siempre, pero distinta. Ella también lo observa. Ha ido sacando con atención la cabeza y el largo cuello a franjas horizontales. Ahora aparece el detalle rojo que a usted siempre le gustó. La deja en el borde de la fuente y con el dedo índice apoyado sobre la zona trasera del caparazón, la va empujando para darle confianza, hasta que ella misma entra a corretear por esa superficie inmensa que se le abre a los ojos.
Surtidores gigantescos de agua vierten litros sobre la pileta que Dorotea se ha detenido a contemplar. Un detalle en la extensión de mármol rompe la continuidad. Se la ve alegre. Vuelve a la carrera indiferente a los sonidos de las voces y del tráfico de esta tarde de sol. Los bocinazos y el griterío no le llegan; no alcanzan su satisfacción por esta aventura. Y se zambulle en este estanque que es un río, un mar, un monstruo de agua fresca que se le brinda.

La sigo con la mirada. Soy con ella otra tortuga amiga y feliz que disfruta la salida. Al anochecer regresaremos a nuestra morada. Laura y los chicos preguntarán dónde fuimos, qué hemos hecho juntos, ¡cómo me llevé a la tortuga! Pero Dorotea y yo sabremos que no necesitamos de palabras.
Aún quedan horas para que nademos juntos por el estanque. Ya sin camisa mi cuerpo se vuelve verde claro y oscuro, líneas de planta recorren mi existencia; un trazado arcaico es el dibujo secreto de mi espalda, que me protege de los rayos y el mundo. Dorotea va a mi lado, traviesa y alegre compañera.

Buenos Aires, La casona del teatro, febrero de 2010

miércoles, 3 de febrero de 2010

De mamíferos voladores



De mamíferos voladores


Ayer encontré a Batman en un bar de Constitución. Estaba en pésimo estado. En otras ocasiones lo había visto mal, pero lo de anoche, sinceramente, era la peor. Ya iba por la cuarta ginebra y se notaba que no había comido nada. Cada tanto, mientras hablaba, movía las alas haciendo el ridículo y luego repetía esa parodia con las piernas, como si fuese en verdad un murciélago.


            Éste no era el Batman de mi infancia. Era el Batman que en mis noches de insomnio me fui acostumbrando a encontrar en los barrios bajos, tan lejos de las principales avenidas de la ciudad como del ruido y los aplausos que habían sabido ser su mejor escenario. No había coche, compañeros ni mujeres. Solitario, con la última copia del disfraz que lo llevó a la fama, Batman ilustraba de tal manera la desolación. Cualquiera de sus antiguos enemigos hubiera pagado, el costo que fuese, por estar presente ante esa imagen.

Ahí estaba Batman, a duras penas sentado frente a la barra, haciendo equilibrio mientras me contaba sus actuales aflicciones. Empezó con que no podía dormir, que eso lo hacía ir por las noches de bar en bar, esperando el amanecer para caer extenuado. Que huía del hotelucho en el que paraba, porque ahí, encerrado entre esas paredes, no hallaba sosiego. Que tenía terror de que le crecieran las uñas cuando dormía, y que éstas sobrepasaran el tamaño de sus alas y no le permitieran volar. Batman estaba espantado con diversos temores, fobias, que no le daban tregua. Pedimos otra ginebra y, por su voluntad, se dispuso a contarme cómo empezó, en verdad, su historia.

            Él no era Bruce Wayne ni Bruno Díaz. Lo aclaró de improviso y, por dos tragos, guardó silencio. Él era un don nadie que había ido a parar a la mansión de los Wayne sólo por fortuna, pero no como hijo adoptivo o algo semejante. Fue a vivir a la mansión en el papel de lo que era: el hijo de una sirvienta, una sirvienta más en ese hogar de ricos. Todo lo que sucedió después –y la historia que se contó una y otra vez en revistas, televisión y cine– no era más que una suma de malentendidos y errores voluntarios, refrendados por negocios que a él poco le dejaron, más allá de una efímera fama.
            Me contó que los días posteriores al asesinato de los Wayne fueron terribles, pero que –ahí hizo otra pausa– alguien más había muerto esa noche. El verdadero Bruce también cayó bajo los disparos del Guasón. El niño falleció de un balazo en la cabeza. Fue el último en morir, pero para la prensa, los abogados y los medios, esto nunca sucedió, porque desde ese momento –por  conveniencia de Alfred– Bruce Wayne comenzó a ser él: John Brown o Fernando Vigo, como elijan llamarlo. Ahí comenzó su vicariato hasta que no pudo soportarlo más y dejó todo, con más de sesenta años, agotado de representar a ese señorito atildado o al caballero negro, sin que sus piernas ni brazos dieran para más. Quería ser quien realmente era. Sin embargo a Batman no lo podía abandonar. Batman lo había tomado. Batman era él. Batman era Fernando Vigo.

            Quedó para otra noche de ginebra el relato de cuando su madre, en Nueva León, cerca de las cuevas donde habitan centenares, miles de mamíferos alados, lo abandonó al dios Ah Puch, para que éste lo tomara como hijo –su padre natural había huido con una india– y el dios le hendió las marcas en los brazos, la mordedura de dos colmillos en cada lado. Las marcas aún están ahí. Eso dijo y quiso correr la tela y mostrármelas, pero con firmeza exclamé:


¡Batman, ésa ya es otra historia!

Saenz Peña, julio de 2008
Del libro "Naif. Del Juego a la Literatura"
Héctor Alvarez Castillo